Por: Antonio Monter Rodríguez

 

Soñar a una mujer no es sencillo. Uno tiene que comenzar por cerrar los ojos para ingresar a una especie de voluminosa oscuridad, un poco pasmosa, densa en tanto que la carencia de luz aparenta un negro algodón por donde uno va haciéndose un poco de camino. Aunque en realidad es pura imaginería. Uno no se mueve en absoluto, el cuerpo sobre la cama permanece inmóvil, si acaso la respiración. Más aún, si uno cayó cansado sobre las sábanas, desparramado por el esfuerzo cotidiano de atender todo a la vez. Y por el todo, entiéndase tanto los afanes laborales como los hogareños. Subir y bajar. Acelerar y poner el freno. Y no, no se necesita un trabajo de orden físico. No es necesario joderse los músculos para caer fatigado. Pensar agota. Y pensar mucho, agota más. El esfuerzo neuronal no es quizá notorio porque no engrosa los músculos ni lacera las manos al punto de la aspereza. Pensar en resolver creativamente los pendientes genera estrés, sobre todo si el quehacer creativo es la escritura. Uno tiene que subirse a ciertos andamios imaginarios para limpiar con jabón y agua las entrañas de pensamiento. Justo allí donde se producen las ideas. Donde la memoria es cristalina, donde brota el manantial, donde no llegó la monserga pi por radio al cuadrado o base por altura sobre dos. Donde todo es nuevo y nada qué ver con el seso sin fusible. Donde pensar a la mujer es un suicidio creativo. Corto circuito. Pensar a la mujer enlela. Mejor reservarla para el sueño. Para la noche. Para el tiempo propicio donde un deleite femenino siempre viene bien. Como un relax paradisíaco. Hay que salvarse de pensar a la mujer de día. Si uno la piensa está frito. Seguro que se querrá correr a la cantina para domeñar las ansias, los vasos de ron multiplicados para atemperar la imagen súbita de la mujer. Y eso que uno solamente escribe, es decir, que la mujer solo le interrumpe al escritor la idea que tenía como destino: el poema, el cuento, la novela, el promocional de radio, el guión para televisión, alguna estupidez publicitaria o los diálogos cinematográficos, pero imagine usted si la mujer se para muy oronda en el clarito cotidiano del contador o del cajero bancario… la declaración nunca ajustará en ceros y seguro faltará dinero en el corte de caja. He allí la explicación del porqué rehúyo a la mujer en el pensamiento diurno y la confino a ese algodón gelatinoso donde la oscuridad escalda. Caigo noche tras noche sobre el colchón de la cama abrigando la esperanza de toparla, esperando que el azar ponga su grano de arena, y allí, al dar vuelta en la esquina del quinto sueño, apareciera. Hola, te estoy soñando, ¿sabes? Lo sé. Un gracias por estar aquí, sin demasiada explicación y listo, venga el disfrute. Pero no. No basta con cerrar los ojos. De entrada, hay que combatir el pavoroso insomnio, pedrada infame en los cristales del cansancio. Tras, se escucha que se rompen en añicos y se clavan en los ojos para instaurar la vigilia e imposibilitar dormir. A remar contracorriente sin demasiado triunfo, el insomnio es río de corrientes indomables. Ni el mejor atleta. El insomnio es como un perro de la calle que decide seguirlo a uno. Huir es imposible. Hay que sentarse a esperar que el escuálido animal se canse y vea que allí no sacará hueso. Aunque, por desgracia siempre se retira cuando el despertador debe ya justificar su permanencia en el buró. No, soñar a una mujer no es fácil. Querer no es poder, no aplican dichos malolientes. Y si uno bebe alcohol, como para relajar mente y cuerpo, existe la probabilidad de sobrepasar los límites del perdón y colocarse un gancho a la mandíbula, que la declaración del nocaut se transfigure en epitafio de nuestra condición piedra. Y las piedras, como ya se sabe, no sueñan. No hay científico que haya podido demostrarlo. Hoy, por ejemplo, raro en mí, no he bebido gota de alcohol y percibo cierta fatiga corporal, mis ojos comienzan a descender la cortina. He bostezado más de tres veces con grandilocuencia, como lo haría un león que mira que lo miran en el zoo. Sé que no será fácil, pero tengo la sensación de que saldré victorioso. Ella estará entre la nebulosa nocturna, esperando a ser soñada, con la gabardina que tanto me gusta y el cabello suelto a voluntad del viento. Con el rostro encantador y la sonrisa gato de Alicia, maliciosa y tierna. Y entonces la nebulosa dejará de ser un algodón crujiente para mutar en escenario sugerente: barra para dos en las periqueras del bar, tina con burbujas y agua caliente, sábanas sin soledad o un tío vivo de caballos briosos con ganas desbordadas… Pero… Soñar a una mujer, si fuera tan fácil como desnudarla. La mujer y el sueño. Ambos impredecibles. En eterno se corre el peligro de quedar atrapado entre la gelatina noctámbula del buen dormir. Incluso, la memoria puede jugarnos la mala pasada de perder el recuerdo del maravilloso sueño entre los confines del inconsciente o vaya a saber dónde. A la mañana siguiente uno despierta nervioso. Se sabe que uno soñó con la mujer y sin embargo, nada se recuerda. Tragedia matinal que nos obliga a fruncir el ceño mientras se abre la ducha para remojar el odio contra el mundo a las seis de mañana. Si de por sí, el descanso fue mínimo, recordar nada del sugerente sueño con la mujer, aniquila. Soñar a la mujer no es fácil. Pero ya ven, ahí va uno otra vez a morir en el intento, como yo esta noche que estoy a punto de colocar la oreja sobre la almohada y cerrar los ojos para ingresar a una especie de voluminosa oscuridad, un poco pasmosa, densa en tanto que la carencia de luz aparenta un negro algodón por donde uno va haciéndose un poco de camino. Aunque en realidad es pura imaginería.

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