Por: Adrian Romero
Mi camión de regreso salió a las 4 de la tarde de Ciudad Juárez, Chihuahua, sería un trayecto largo, más de mil 500 kilómetros me separaban de casa; sin duda es el viaje más largo y cansado que he tenido en mi vida.
Recién saliendo de la ciudad, pasamos por el desierto de Chihuahua que tiene una extensión de 450 mil kilómetros cuadrados, aunque algunos investigadores le atribuyen hasta 520 mil. En este trayecto fui testigo de uno de los fenómenos naturales más impresionantes del mundo: una tormenta de arena, que se forma con la arena que los fuertes vientos del desierto.
Con un poco más de media hora de camino, el señor que estaba a lado de mí, me preguntó que si no había un enchufe para cargar su celular, le dije que sí, que debajo de su asiento. Empezamos una pequeña plática. Comentó que él vivía en el norte de Estados Unidos, no recuerdo si Illinois u Ohio, pero cualquiera que haya sido, hizo un recorrido del doble que el mío.
Se llama José, me dijo que desde muy chico se había ido de su pueblo y que lo había pasado un pollero “pal otro lado”. Allá se casó con una “gringa”; ella le arregló todo para que se hiciera ciudadano, por eso tenía que pasar a México, al Consulado Estadounidense que hay en Cd. Juárez para terminar los trámites correspondientes para ser legal en aquel país; más en común entre él y yo.
Hice este viaje al norte porque precisamente tenía una cita en el Consulado para hacerme residente estadounidense. La ida la hice en avión; un trayecto de dos horas. El primer día en aquellas tierras, que vieron morir al general Francisco Villa, entregamos nuestros papeles; mi mamá hizo todo el trámite conmigo.
Nos hospedamos en el “City Express Junior”, que quedaba frente a la sede diplomática, así que no había problema para el transporte, y al lado derecho teníamos una plaza comercial, tipo “Las Américas”, que visitamos hasta tres días después.
Para el segundo día, nos levantamos a las 7 para realizar nuestros exámenes médicos, en la Clínica Médica Internacional, donde empezó mi verdadera travesía. Fuimos al mismo lugar de donde dimos los papeles, para que nos pasaran a la Clínica, esperamos hora y media, pero por fin nos nombraron.
-“Oye, má; nos van a sacar sangre, ¿verdad?”-. Le tengo un pavor inmenso a las jeringas. Cuando niño, tuve una mala experiencia con ellas. Mi madre sabía mi trauma en cuanto a sacarme sangre.
– “Sí, pero sólo es un piquetito” –. Como si fuera todavía un niño. No sólo fue eso, entramos y nos separaron, una fila de hombre y otra de mujeres; todos a revisión general. Entrando al cuarto, me desprendí mi ropa y me hicieron preguntas generales.
- ¿Consumes alcohol? – me preguntó la doctora.
- Sí, a veces – contesté.
- ¿Con cuánta frecuencia?
- Cuando salgo con mis amigos, como dos veces al mes.
La doctora hizo una expresión poco peculiar; hizo un par de preguntas más.
- ¿Haz consumido drogas? –
- Sí
- ¿Con cuánta frecuencia?
- Un par de veces
- ¿Un par de veces?, replicó.
- Sí, no las consumo como necesidad o algo parecido; sólo un par de veces.
- Okey, pasarás a la muestra de sangre; de ahí veras si te hacen falta vacunas, si es así, entregarás este papel ahí, luego pagarás e iras con la psicóloga
- Bueno, gracias…
Sabía que hice algo mal en ese cuarto, pero aún no estaba consciente de lo que se venía.
En fin, el momento llegó, mis manos sudaban, estaba nervioso, trataba de hacer plática con alguno de los que estaban ahí; hasta con el enfermero. Finalmente me tocó pasar. “Adelante, toma asiento”, fueron las palabras del encargado de sacarme sangre. –“No duele, ¿verdad?” – el enfermero ni se inmutó, parecía que no disfrutaba su trabajo, su expresión en el rostro podía decir que lo que está haciendo no le gusta. Tardé más en saber observarlo y preguntarme eso, que en lo que metía la aguja, cuando me di cuenta el recipiente para recuperar la sangre, se estaba llenando, poco a poco, veía como entraba y se llenaba, lo peor había pasado… eso creía.
Ahora tenía que entrar averiguar si me faltaban vacunas o no, creía que no, cuando pasé y dije mi nombre, volví a estar nervioso, recuerdo bien.
-“Pasa por favor”, me dijo la encargada de esa área. “¿Cuál es tu nombre?”
-“Gracias, Adrián. No creo que me hagan falta vacunas”-, como si mis palabras fueran a cambiar la decisión de la encargada, “yo las tengo todas, me las pusieron en el seguro”. Ella sólo me volteó a ver y sonrió.
- “Ten, pasa a pagar y regresas para que te pongan estas tres vacunas”.
Salí a buscar a mi mamá; pagó una fuerte cantidad, creo que entre $14,500 o $16,000. Me dio el recibo y regresé; me sentía como niño porque sólo veía cómo las pequeñas agujas penetraban la piel de las personas, entonces cuando menos lo esperaba y justamente cuando una niña gritó dijeron: “¡Adrian Romero!”.
Fue como si hubiese escuchado mi nombre a lo lejos y con una voz muy ligera y tranquila, lo repitieron “Adrián Romero”, pero ahora fue diferente, la pequeña voz de la enfermera, me llamaba,
- Sí, yo, disculpa
- No te preocupes, pasa.
Más tardé en sentarme que en sentir la primera aguja; entonces se durmió mi brazo, creo que por el líquido, volteé a ver mi brazo inyectado, y ella aprovechó para dar el segundo zarpazo, pensé que esperaría un poco, en lo que reposaba del primero, pero no ni del segundo esperó. Aún me quejaba cuando dio el definitivo.
Salí de ese cuarto que tenía una infinidad de cajas pequeñas al fondo, ahora sí, el momento de pasar con la psicóloga. No sabía la razón del porqué me mandaron con ella, supuse que era un procedimiento que todos hacían, pero estaba en un error.
Delante de mí estaban seis personas, todos hombres, claramente mayores que yo; empezaron a platicar, intercambié un par de palabras con uno de ellos, el que más grande se veía, de alrededor de unos 35 años, no le presté mucha atención, en mi mente sólo pasaban mil y un cosas: ¿Por qué estoy aquí?, ¿será algo malo?, ¿qué pasa?
Fue mi turno. Una señora bajita, con una bata hasta las rodillas, con el cabello todo alborotado, con cierto ceño de repulsión, me hizo preguntas generales: lugar de nacimiento, fecha, de dónde venía y un largo etcétera, hasta que:
- ¿Has consumido drogas?
- Sólo la mariguana, contesté
- ¿Cuándo fue la primera vez que la probaste?
- Hace unos cuatro años, cuando estaba en la prepa
- ¿Cuántas veces la has probado?
- Un par de veces-, contesté. Cuando dije esto, ella hizo una cara como si le estuviera mintiendo en mi veredicto.
- ¿Cuántas veces la consumes?- Preguntó enfáticamente.
- Ya le dije, sólo un par de veces-. Entonces ella siguió insistiendo por un par de minutos la misma cuestión, y mi respuesta cambiaba cada vez que ella preguntaba, pero era por los nervios que tenía.
Ya no aguantaba estar en ese lugar, en ese aún más pequeño cuarto, con un título colgado y con un escritorio grande en donde estaban una computadora, un calendario, un montón de hojas afiladas y un teléfono.
- ¿Cuántas veces la consumes?
- Ya contesté eso más de diez veces, la verdad es que me había enfadado. estaba harto de ver su rostro y también estaba molesto, su voz me molestó tanto en esa ocasión, en cada palabra que salía de su boca, era irritante, sólo quería salir de esas cuatro paredes amarillas interrumpidas por una pequeña ventana.
- ¿Te molesta algo?, ¿o por qué tu respuesta de esa manera?
- Pues simplemente que ya contesté eso y usted me sigue preguntando lo mismo, como si estuviera mintiendo.
- Pero no tienes que contestarme así, si no es verdad sólo no te molestes-. Dijo con su voz chillona; parecía como si no fluyese el aire por su nariz.
- Entonces, usted no me esté preguntando lo mismo, contesté alterado.
- Bien, es suficiente, en breve te podrás retirar, sólo necesito hacer una hoja que tienes que firmar, te recuerdo que al Consulado no le gustan las mentiras.
Me empecé a reír cuando me dio la hoja, era algo absurdo lo que en ese papel estaba escrito. “El paciente acepta que es consumidor regular de drogas, se le recomienda que vaya con un especialista para que le ayude a dejar estas costumbres”.
Cuando la psicóloga se percató que me reía, me preguntó,
– ¿Qué te causa gracia?
-Lo que dice aquí
–¿Por qué?,
-Porque no es verdad
– Aunque te burles, tienes que firmarlo.
Sólo firmé.
Al día siguiente, la cita era a las 10 de la mañana en el Consulado. Ahí estuvimos puntuales, entramos y fue el proceso más tardado. El lugar desde afuera se ve inmenso, pero es por todas las salas de espera que tienen. Pasamos por un largo pasillo de cemento, descubierto y el sol quemaba ese día. Llegamos a unas sillas negras; esperas ahí antes de entrar al lugar donde se encuentran aquellas personas que te hacen las preguntas y te acreditan o no los documentos norteamericanos.
Pasamos de silla en silla, cuatro o cinco horas, haciendo filas; después, luz verde. Ahí estaba yo frente a un güero, de edad madura, gordo, con voz ronca y de cabello blanco; se notaba que el español se le dificultaba… muy gringo. Ante él, sólo diez minutos, sólo eso, había esperado más de cuatro horas para esto, diez minutos.
Al entregarnos los papeles, nos dijo que estábamos bien, en orden y que estábamos acreditados para la residencia, pero cuando estuvo a punto de darnos un pequeño documento con el que nos llegaría la visa, observó los papeles y me detuvo. Dijo que había “algo mal” en mis exámenes médicos, que la prescripción de la psicóloga era que yo necesitaba ir con un profesional. Todo fue gris, todo se esfumó y en un año tendría que regresar, con una aprobación de un especialista.
Así me vi de regreso a Morelia, pero no en avión, sino en autobús. Un poco los ahora escasos recursos económicos, más aún, castigo de mi madre, quien pasó a los Estado Unidos.
Al segundo día de trayecto, José y yo bajamos a desayunar durante una parada en Aguascalientes. Comimos birria y nos tomamos una cerveza. Mi nuevo amigo me contó que aprovecharía su venida a México para ver luego de veinte años a su mamá. Él es de una comunidad de León, Guanajuato.
Retomamos el camino hasta que llegó el momento de despedirme del que estuvo sentado a mi lado durante 24 horas; a él le faltaban 5 horas más de viaje; para mí, todo había terminado.