Por: Antonio Monter Rodríguez
Mi relación más estable y duradera en la vida ha sido con el Cruz Azul. Desde finales de los setentas del pasado siglo, me reconozco integrante fiel de sus seguidores. Quise ser futbolista y portar con heroísmo sus colores. Sueños de infancia que decantaron primero hacia la crónica deportiva, y después hacia el periodismo cultural y la literatura. Razones tendría la naturaleza para heredarme un pie plano que según la especialista en ortopedia, harían de mis piernas presa fácil del cansancio y los calambres. Ni siquiera me acerqué a Acoxpa. Miré horizontes alternativos y hallé en la escritura un refugio que no imaginaba yo, ni mis ansias ni mis deseos. En fin, que miraba los partidos con el corazón en la mano y la camiseta bien puesta. ¡Azul! ¡Azul! ¡Azul! Entonces mamá tomaba a su hijo de la mano para subir al camión, al metro, al tren ligero y llegar así en triunfal excursión de norte a sur hasta las puertas del Azteca donde vociferaban las trompetas y orondas ondeaban las banderas. Cruz Azul tricampeón, Cruz Azul bicampeón, década lúcida para un equipo que ensanchó amores netos en sus aficionados. Y yo, defeño, barrio clasemediero, amigos de parque y pelota a los pies. Salíamos todas las tardes a intentar goles entre los árboles. Competíamos entre colonos de otras colonias. Representábamos y defendíamos a tope nuestra querida colonia Industrial. Batallas inconclusas, se ganara o se perdiera, quedaba siempre una afrenta por saldarse, un blasón para defender. La vida misma. Siempre en la búsqueda o en el anhelo del éxito inexistente. Eso sí, sonrisas múltiples y abrazos fraternos, con el Araña, el Jacobo, el Gustavo, el Juan… Los puntos suspensivos caben porque dan continuidad a un recuerdo que ya dejó de ser colorido y se tornó blanco y negro. Nunca existirá la tecnología suficiente para recuperar la nitidez de la vivencia, los rollos a 24 por segundo de la memoria. Y si además, pretecnológico… Mis recuerdos no suceden en alta definición. Maquinaria obsoleta y a trescientos kilómetros de distancia de aquellos estupendos sucesos. Forma y fondo de un pasado poderoso que constituye el presente. ¡Azul! ¡Azul! ¡Azul! La posibilidad de un título con incisivas raíces en el Parque María Luisa y en las coladeritas de la calle Carolina, cuando imaginariamente una botella de frutsi repleta de basura adquiría la forma esférica de un balón. La posibilidad de un título abrazado a mamá, eterna cómplice de mis apuestas vivenciales… La posibilidad de un título para recordar quién soy, y ya un poco desmoronado, comenzar a zurcir los pegotes de mí con la cinta diurex.
Corte a:
26 de mayo de 2013. Camiseta, banderas, cobija, todo en casa es Cruz Azul. Posibilidad de un título. Ginebra en las entrañas para atemperar los nervios. Ventaja de un gol desde el primer partido. Noventa minutos más y listo. Desfogar las ganas animales. Poseo la idiotez que Borges describía en los hombres que pasan horas mirando futbol. Los amigos llegan. Casi todos solidarios —¡Cruz Azul, arriba!—, no conmigo ni en nombre de nuestra justificada amistad, sino por la rutilante aberración contra el enemigo público: el América, paradigma del autoritarismo político montado desde el circo televisivo; Televisa y su equipo como representante del legado despótico cocinado en la postrevolución. En fin, infaltables e infalibles argumentos para alimentar el odio… Gol de Teófilo. ¡Azul! ¡Azul! ¡Azul! Parece cierto, posibilidad todavía en gris, gelatinosa impaciencia que apenas revelará un destino, esperanza que moriría al minuto 92 con cabezazo súbito de un portero insolente y agua fiestas. Empate. Tiempos extras. Los penaltis del naufragio. Dos azules fallan. Cuatro amarillos aciertan. La tragedia con infinidad de cortes comerciales. Estupor. Absoluto silencio. Me retiro entre botanas y tragos recién servidos. Subo las escaleras a un infierno disfrazado de terraza, ahí donde la noche serviría de escenario para el incontenible llanto. Lloro. Mar de lágrimas. Mocos. Derrota pertinaz que me taladra los huesos. Se pospone el brindis y los abrazos, no hay llamadas de felicitación. Mi hijo entonces tiene 10 años. Llega hasta mí, me abraza. No entiende porqué su padre se resuelve en ese escabroso melodrama. Ollin no sufre, no heredó la pasión por patear la pelota. Lo suyo, y que bueno, no son las catástrofes futboleras. Cada quien sus batallas y su árbol para llorar su noche triste. Los amigos se van. Casa panteón. ¿Por qué? Si nada cambia sustancialmente en la vida cuando el equipo gana o cuando el equipo pierde. ¡Azul! ¡Azul! ¡Azul! Grito de guerra que se ahoga en el ácido silencio. Y del silencio al escarnio y del escarnio al verbo cruzazulear, como derrota perenne, como perpetuo ya merito, como si del pasado sólo los despojos y los jirones de cruzadas ahora insalvables. Cicatrices, solo eso.
Corte a:
Hoy, 13 de diciembre de 2018. 1:20 de la tarde. A unas horas de que comience el primer partido: ¡Azul! ¡Azul! ¡Azul! Otra final y otra vez contra el América. La revancha trazada para la gloria o el abismo sin fondo. Recuperar trozos amplios de dignidad o pulverizarse en minúsculos pedacitos. Pólvora. Dinamita y fósforos. Manifiesto escrito desde los encendidos nervios.
Ya silbará el árbitro.
Ya jugará mi equipo.
En la cancha los recuerdos, sábados por la tarde en la tribuna del Azteca junto a mi mamá.
¡Azul! ¡Azul! ¡Azul!
180 minutos en dos partidos.
Corte a: domingo 16 de diciembre entre nueve y diez de la noche.
Algo sucederá y yo seré el mismo… y a la vez otro… y besaré a Lilibeth y abrazaré a mis hijos.
¡Azul! ¡Azul! ¡Azul!