Eduardo Galeano, terremoto al oído

Antonio Monter Rodríguez

Para mis alumnos

Leer no precisa un síntoma específico ni receta médica ni estimulantes tangenciales. No es motivo de superdotados o entendidos. Leer es voluntario. Acto de soledad, quizá, pero vuelo infinito al interior, a los entretelones propios y del libro y del autor. Leer es la causa inaudita de la paradoja, entre la más amplia sonrisa y la más profunda desazón.

Leer, incrementa la mirada de quien lee. Más allá de la palabra y de la imaginería, construye universos, alimenta reflexiones y amplifica voces. Leer se mide en dioptrías del corazón, y ya cada cual sabrá su grosor de lentes. ¿Qué tan miopes pueden ser sístoles y diástoles?

Leer sana, alivia, cicatriza, estimula, calienta, reconforta y une en comunidad, pero la lectura no es correctiva, obliga a dejar abiertas ciertas heridas, alimenta rabia, cólera, ira. Quien lee nunca se relega ni arrincona… no olvida. A menos que sea un autómata o analfabeta funcional, un corrompido hijo de puta.

Leer es un acto único, intransferible. Posar la mirada.

Uno de esos tipos que me enseñó a mirar el mundo, falleció:

Eduardo Galeano

Escuché de él por primera vez en la preparatoria. Nuestro maestro de filosofía, ser extraño por incitador de esos que no abundan, nos llevó un recorte de periódico a la clase. Su propuesta del curso era revisar la palabra amor desde los griegos hasta los contemporáneos. Sin más preámbulo, comenzó a leer:

“El amor es una enfermedad de las más jodidas y contagiosas. A los enfermos, cualquiera nos reconoce.

“Hondas ojeras delatan que jamás dormimos, despabilados noche tras noche por los abrazos, o por la ausencia de los abrazos, y padecemos fiebres devastadoras y sentimos una irresistible necesidad de decir estupideces.

“El amor se puede provocar, dejando caer un puñadito de polvo de quereme, como al descuido, en el café o en la sopa o en el trago.

“Se puede provocar, pero no se puede impedir.

“No lo impide el agua bendita, ni lo impide el polvo de hostia; tampoco el diente de ajo sirve para nada.

“El amor es sordo al Verbo divino y al conjuro de las brujas.

“No hay decreto del gobierno que pueda con él, ni pócima capaz de evitarlo, aunque las vivanderas pregonen, en los mercados, infalibles brebajes con garantía y todo.”

Aquellas palabras irrumpieron entre el silencio del salón y sin clemencia taladraron oídos. Supongo que el flechazo conmigo fue inmediato. Estallido. Desde el más ínfimo ayer, me recuerdo parando oreja cuando de amor se hablaba, así, muy escucha, desde la letra más cursi de la canción popular, la tragedia irremediable del bolero, hasta la poesía erótica explícita y de fluido corporal. Irremediable afán el mío.

Sin embargo, supimos a tiempo que Galeano no sólo tejía amorosos argumentos, que sus ventanas se abrían una a una para cuestionar, tenaz y persistentemente, nuestra realidad…

“Quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo: unos no duermen por la ansiedad de tener las cosas que no tienen, y otros no duermen por el pánico de perder las cosas que tienen.”

picoteando el árbol como pájaro carpintero para expulsar un poco de la cándida ignorancia que habitaba nuestro razonamiento juvenil. Nos dejó revuelta la escasez de ideas, anidó, de allí no saldría, jamás.

Leer a Galeano resignificó mi mostrenco entendimiento, me ladeó hacia la izquierda, de esa que no requiere militancia ni partido político, izquierda libre, crítica, avispada para darse cuenta: “el sistema, que nos quiere ciegos, que nos quiere mudos, que nos quiere sordos, no nos ayuda a vivir naciendo. El sistema nos entrena para vivir muriendo y para vivir matando: matando, hacia afuera, porque todo prójimo es un competidor y un posible enemigo, y sobre todo matando hacia adentro, matando lo mejor que cada cual tiene vivo dentro de sí…”

Hallé, descubrí, aprendí a señalar con el dedo, con nombre y apellido, sin reservas, sin miedos, sin miramientos. Y el primer señalado fui yo. Cuestionar mi entorno y si acaso yo era mejor que los otros, los de junto, los de atrás, los de abajo, los que no tenían para comer, para estudiar, para comprarse libros. De qué privilegios gozaba yo para ocupar un espacio en la universidad y colocarme formado en la hilera de los que supuestamente serían, serán, son “alguien”.

Leí por aquellas épocas Las Venas Abiertas de América Latina y entonces me enteré de las profundas desigualdades políticas y económicas del continente donde nací, soy, he sido. La lectura me confrontó, me explicó con amabilidad la exigencia, casi obligación, de cambiar ruta, aminorar el paso hacia el periodismo deportivo de gritar gol y alimentar la conciencia desde lo político- económico y lo que ambos reinos han cavado de profundas injusticias.

“Hay quienes creen que el destino descansa en las rodillas de los dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente, sobre las conciencias de los hombres…”

Fue como instalarme una alarma sísmica interna y, terremoto al oído, escuchar la turba, la estampida, el derrumbe y la cascada, proliferación de relatos de explotación, miseria, hambre, violencia implacable, culto a la estulticia. Voces sumadas a la suma de voces, ecos errantes y vagabundos de los sin voz, gritos de los que nada tienen, de esos que inevitablemente te estallan la realidad y, qué bueno, de los mil pedazos me constituí un yo muy distinto, muy otro, quizá más honesto, quizá más solidario, quizá simplemente más atento. Eso sí, menos frívolo.

«Por mucha muerte que venga, por mucha sangre que corra, los hombres y las mujeres serán por la música bailados mientras sean por el aire respirados y por la tierra arados y amados«.

Pesa la injusta naturaleza humana que nos obliga a morir jóvenes, de 74 años. Eduardo Galeano podría habernos durado un poquito más, una década al menos. Su muerte en tiempos de cinismo y desmemoria es trágica, funesta, fatal. Por ello, exijo a mis alumnos leerlo, fundirse en sus textos y evitar lo que él llamó “emputecer la palabra”.

Su voz imprescindible, junto a la de nuestros otros muertos que no se reciclan, no se clonan ni se dan en maceta, debe perdurar y sonar más duro, retumbar si es posible. No hay caminos, hay machetes para ir quitando la maleza. Como Galeano, escribir de amor, de injusticias, de futbol… pero escribir siempre, con la conciencia más crítica.

“La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar…”

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