Por: Antonio Monter Rodríguez
La lectura permite pensar que uno es niño y a los cuarenta y tantos es posible todavía chuparse el dedo. Tener empatía serena con la vida. Visa para todo, hasta para ladrarle a los perros tras la reja. Jugar a la pelota y montarse en una bicicleta, sin temor a los raspones ni pensar si lo mejor de pedalear es quemar las calorías para bajar de peso. Pensar en uno mismo como la lucidez permanente, como la aventura o la odisea sin tener que amarrarse al mástil, reconocer en el canto de las sirenas el llamado de la selva para jugar con el gran oso: Busca lo más vital, lo que has de precisar nomás y olvídate de la preocupación…
Leer nuestra sonrisa que brota ligera, sin carteras vencidas ni escritorios ni soledades que cotizan a diario en los bolsillos. Pensar en hadas o en palabras inapropiadas, en el despertar del universo, del ser niño, con bandejas repletas de inquietudes, de hambre para devorar el mundo, de lecturas interminables que comienzan en los columpios o en la resbaladilla o en el sube y baja. En esa feria que somos, donde el trenecito pasa cada segundo para llevarnos a la cocina de mamá para oler sus sorprendentes guisos, mientras ella insiste en los calcetines sucios, en mandarnos a lavar las manos o poner los platos sobre la mesa y tapar bien las tortillas. Pensarnos niños, así, sinceros y sin cortapisas, sin colapsos de adultez. Niños en el anhelo, en la rebeldía por venir, en comerse el mundo sin remordimientos y sin fallas. Somos un adelanto de lo que seremos.
¿Qué somos cuando leemos?
Busco entre los fantasmas de Rulfo alguno que se parezca a mi padre, líneas del rostro que permanecen bajo el sereno inmarcesible de la memoria, surcos de un viejo por donde podían navegar barcos repletos de sueños a la inversa, corte de caja, retrospectiva por la edad. Busco sus manos en los libros. Recuerdo su cuerpo de viejo inmóvil, enfermo y postrado, los ojos en tinieblas mirando de frente a Borges, de tú a tú con él, retándose con la ceguera y con la dulce muerte en las venas, espera de nada vísperas de todo. Cinco años de mi vida compartí la suya, con el alma estacionada en la niñez de ambos, yo a la espera del camión de ida, él de regreso, a pie, sentados para hacer nudos con el silencio, entre palabras.
Ahora lo sé, ahora entiendo lo que significaban todas esas páginas atiborradas de letras incomprensibles, ahora tomo los libros para leer a mi padre, para encontrar la naturaleza de las cosas en los tramados de Aristóteles, de Platón, de Sócrates. Para viajar de Grecia a Inglaterra, de Rusia a París, de México a Argentina, de Sandokhan a los Buendía y de Macondo a Santamaría. Ahora comprendo el poema de los dones: «Nadie rebaje a lágrima o reproche…» Leer. Por eso Antonio Grande y yo, Antonio Niño, nos detuvimos para recibir la caricia del viento, contemplar la noche y tomar dos cucharadas de luna, que según Sabines, ayuda a los viejos a bien morir. Contemplar la luna como se contemplan los ojos verdes de Rosario, la de Manuel Acuña, pero sin angustia, sin suicidios vanos. Mejor reencarnar a la muerte o en la muerte para divertirnos y hacerle una mala jugada a Macario y que nos comparta su pavo tan deseado. Robarle la mitad de vida para escribir una novela, hacer de nuestra vida un argumento. Unir los fragmentos que algunos llaman destino, para no sentirnos pedazos inconexos y complementar el círculo. Y poner la mitad negra y la otra blanca, con dos pescaditos de adorno para el bien y el mal, para el ying y el yang. Ese absurdo de los contrarios que en ocasiones nos provoca terror, miedo de amanecer como Gregorio Samsa, o al revés, porque siempre fuimos cucaracha y de repente y de la nada, tomamos forma humana. Humanos oscuros, de los que no muestran sus entrañas, de los que tienen máscara por cara, dibujada por la voz pasmosa, inconfundible, de Octavio Paz, mexicana siempre, sonrisa siempre, chingones siempre, ¡sí señor!
Leer, leer
Agrupación de caracteres que bailan de espaldas alrededor de una fogata. Mirar las sombras como el reflejo de la realidad. Ser o no ser, qué importa, cuál es más digna acción del ánimo, ¿sufrir los tiros de la fortuna injusta? Divertirse o desvestirse. La tristeza la dejamos a los otros. Que llore Werther, que se quite la vida si tanto quiere, pero que no lo avise demasiado, que lo haga y ya y que nunca nos arrastre. Que lo acompañe Demian, otro depresivo insoportable. Para depresor, mejor el wisqui. Leer, leer. Vivir cien años en la soledad completa, organizarla como una procesión… Sin un temblor de más me abrazo a tus ausencias, que asisten y me asisten con tu rostro de vos. Rostro único, rostro inmortal, rostro siempre joven, Dorian Grey, Oscar Wilde. Buscar la vida eterna, buscar el tiempo perdido, otros buscan y no encuentran… esos son los amorosos. Al fin y al cabo la historia es interminable, Michel Ende lo confirma, en voz baja, en secreto, en silencio. Callados, como ausentes, una mirada entonces, una sonrisa basta, para que no sea cierto. Nada es cierto, ni siquiera los sentidos nos engañan. Risa, llanto, aire, época. Manías de uno por sentirse pirata o velador o marciano o astronauta. Leer y atravesar mares, vientos desatados, aguas alevosas, jalarle la cola a Diablo y rendirle culto noctámbulo. Leer y disfrutar lo que nos propone, pensarse como lo inabarcable cuando se es la insignificancia ante el conocimiento, perderse en signos, en palabras, en frases, hasta que alguien llegue y nos vuelva a leer. Encontrar la palabra fin, sentirse plenamente insatisfechos, infelices, sabedores de que llegará alguna otra caverna para introducirse, pronto, cuando se quiera, cuando uno decida por fin tener entre las manos el preciado libro.