Crónica de una exposición inesperada
Por: Adrián Saturnino Bucio
¿Qué tanta elocuencia es necesaria para crear arte?
No lo sé
¿Qué tanta locura?
Ni idea.
¿Quién necesita vino tinto?
Estoy en la Morelia nocturna. El sol ha perdido, poco a poco, terreno sobre el cielo. La penumbra desciende desde lo alto y pintarrajea de negro el espacio circundante, la luna es una lámpara en potencia.
Me encuentro en el centro de la ciudad. Camino con cierta premura debido a un inconveniente: unas personas de Comunicación Social de Gobierno llamaron precipitadamente (y sobre la hora) al periódico para pedir (exigir) que se cubriera de inmediato una exposición de arte, de unos artistas checoslovacos en el Palacio Clavijero.
La exposición fue, en términos generales, buena. Quizá lo único criticable era el cuerpo de seguridad del recinto que, como leones enjaulados, recorrían los pasillos del salón con la frase de “no tocar” pegada en los labios; regla que no obstante la discusión y el enojo, incluía a los artistas europeos, cuyas bocas se resignaban a insultar con el vocablo “sakra”.
Al salir del enorme inmueble la noche me saluda con una fría ventisca. A la entrada del edificio recojo mi botella de agua que me fue confiscada. Marcho de regreso a casa cuando, al doblar la esquina, algo hace saltar mis retinas. Es un edificio destartalado de dos pisos: en la planta baja cuelga un letrero que dice “se venden tacos”, en la de arriba la leyenda cambia a “exposición de arte”.
La combinación es, por demás, curiosa. Entro. No por los tacos (aunque se ven llamativos). Al ascender por las escaleras noto que el lugar está, hasta eso, bien planeado: las paredes, que abajo eran color rojo, ahora cambian a tonalidad blanca. Los más rigurosos científicos de la teoría del color dirían “el rojo es para provocar hambre”, y luego recularían sus lentes hacia atrás, en señal de sabiduría.
El cuarto de arriba, le da la bienvenida a mí oído con música poco común para apreciar arte: repertorios de rock and roll. Un grupo de jóvenes, sentados en las escaleras, de looks poco convencionales y rastas en el cabello, fuman y se divierten bufando humo. ¿Aquí es la exposición? Sí, es por allá. Con permiso.
Aquí estaría bien hacer una reflexión sobre la altísima (y me quedo corto) calidad de la galería; no por las pinturas exhibidas (que aún no las aprecio con detenimiento), sino por las bebidas que desfilan delante de mí para apreciar los lienzos: en vez de vino tinto, hay cervezas bien frías.
Como fiel hincha de la combinación de lúpulo, malta y levadura, puedo afirmar que quien inventó esto, es un genio.
Exposición de arte
Es una forma de huir…
Cinco minutos han pasado desde que empecé a ver las obras incrustadas en la pared. Tienen un aspecto único, que no había visto nunca en el catálogo de galerías a las que he asistido.
Los demás espectadores aprecian con cierto grado de espasmo (no entiendo el porqué) en su globo ocular. Le dan un sorbo a la cerveza, “staa chido”, trago, trago, “a toda madre”. Se sientan en sillones situados alrededor de las obras; agitan la cabeza, de arriba a abajo, cuando el rock rebulle en el clímax más alto; señalan los lienzos y mueven la boca, a veces sin decir nada, “aprecian las pinturas”, pienso.
Los cuadros oscilan entre los cuatrocientos y setecientos pesos devaluados respecto al dólar. Muy pocos de ellos llegan al precio del millar. La mayoría alberga paisajes en su interior. Los pincelazos dan la impresión de estar cargados con una fuerza brutal, contra el lienzo, y la textura -debido a la cantidad de trazos y colores juntos- de repente se sale de lo plano. Las técnicas usadas, son como agua y aceite (literalmente): acuarela y óleo.
Como una válvula de escape…
Me llama la atención el cielo. En todos los paisajes, los tonos negros y rojos se apoderan de las nubes y dejan en penumbras a los cerros y árboles de abajo. Por lo menos a mí, me invade la impresión de que, en el retrato, o es de noche o es el fin del mundo.
Me queda claro, sea quien sea el autor, que en la pintura no se inició ayer.
¿Quién es el responsable?
¿Huir? ¿De qué?… De todo.
La manecilla del reloj avanza y realiza su movimiento natural de traslación. Mientras la noche evoluciona y cambia a tonos más negros, los pasillos de la exposición también se transforman y exteriorizan cuadros diferentes, ahora con colores más vivos, e inclusive, psicodélicos.
Unas luces tenues brotan del techo y nos prestan iluminación. Salpican luz blanca sobre un letrero grande, en cuyo interior figura el nombre del responsable de estos cuadros: hay una “B” solitaria, y el apellido “Aveleyra”. ¿Quién es? Quiero conocer al artífice de todo este número.
“Al fondo del salón”, me dicen. Volteo, y sí. En una mesa como de restaurant (no de cinco estrellas), se encuentra un aglomerado de personas. Uno a uno, comienzan a figurar en mi retorcida mente como el posible creador de estas obras.
Mi candidato preferido es un señor algo viejo, canoso y con una idiosincrasia increíble que le permite reírse de todo lo que los demás hablan. Para cuando llego a la mesa, sus carcajadas ya las he oído unas veinte veces.
¿El señor Aveleyra?, pregunto. Y no, no es el señor de risotadas monumentales. Señalan a un hombre serio, de tez morena y cabello blanco; en su cabeza reposa una gorra; en sus retinas unos ojos perdidos, pero fijos -vaya el contrasentido-, en el horizonte.
Bernardo Aveleyra, es su nombre completo. Empezó a pintar, según recuerda, desde hace doce años. Ha tomado cursos de pintura en grandes escuelas de arte de Guadalajara, Jalisco. Hay algo muy extraño en sus ojos, no sé qué.
La mesa de plástico soporta los embates de los dedos de Bernardo, en lo que parece ser un tic que va de lo sutil a lo hostil. Le pregunto sobre las obras de la pared, él se limita a contestarme con una misma, pero muy completa respuesta aunque yo no la entiendo del todo. Sus ojos parecen no estar bajo normalidad.
Le pregunto sobre el lugar en que comenzó a pintar, me contesta lo mismo de hace dos minutos. Que qué técnicas le gustan más, misma respuesta. Que a qué se debe la temática de los paisajes, reitera la contestación. Por qué el tono psicodélico de las flores, vuelve a recitar sin una coma de más, ni de menos, lo dicho hace rato.
¿Me permite una fotografía? Sí, claro. Cabe recalcar, que aunque pongo a trabajar arduamente mis conceptos de composición fotográfica, Bernardo rompe con una regla básica: la mirada en la cámara hace más atractiva la foto. “Mira a la cámara”, le dicen los de alrededor. No sé si no puede o no quiere, pero aunque sus ojos parecen debatirse en un duelo interno, su retina se desvía como si yo estuviera tres metros a la derecha. Mira algo, en donde no hay nada.
Estoy cuidando el horizonte de mi encuadre (no me vaya a salir caído), cuando soy víctima de una bulla. Una señora muy apurada, entra a la escena con cara de asustada -o preocupada- y toma del brazo a Bernardo de manera arrebatadora. Le pregunta: ¿por qué hablas con él? Yo finjo demencia para evitar inconvenientes y futuros conflictos. Al no haber comentario alguno, ella se lo lleva afuera con el pretexto de que “va a tomar aire”.
Siento una palmada en mi espalda. Un hombre con múltiples piercings en la nariz, me dice mientras ríe:
-No te asustes. Así es esta gente.
-¿Por qué?
-Pues tienen miedo.
-¿De qué?
-De que le pase algo a Bernardo.
-¿Qué le podría pasar?
-¿Qué no sabes?
Después de tres segundos, ríe más fuerte y dice unas palabras que despiertan mi curiosidad:
-¿No agarraste el folleto de la entrada…?
Flashback instantáneo, apenas unos minutos atrás:
Sus ojos me ven, pero no. Le tomo fotografías, pero su vista observa fijamente a otra parte.
-¿Qué significan los tonos negros en el cielo?, aventuro a preguntar.
-Es como yo veo el mundo. Así lo percibo. Para mí, la pintura es como una válvula de escape. Es una forma de huir.
-¿Huir? ¿De qué?
-De todo.
En toda la noche… me ha contestado lo mismo.
Camino sobre el piso resbaloso hacia un mueble de madera que está en la entrada. Hay una montaña de papeles desordenados y montoncito de folletos. Tomo uno, lo leo:
“Bernardo Aveleyra, paciente esquizofrénico”… me detengo. Ahora miro de verdad la exposición.