Por: Alan Solchaga López
-El peor de los casos-
La combi se detiene, obviamente unos metros delante de ti ya que al conductor le dio por hacer una parada milimétricamente exacta en la esquina de la calle. Subes para encontrarte con la espalda de un humano y si es más alto que el promedio, te saludan sus posaderas. La puerta se cierra de inmediato, no vaya a ser que salgas disparado al exterior.
De tu bolsillo, como puedes, sacas el dinero. Contar la cantidad de siete pesos se convierte en proeza, haces malabares con cada moneda y le pasas el costo del pasaje a la primera mano que encuentras, te liberas de la invisible presión del conductor.
Te aferras al reducido tubo de no más de veinte centímetros que ya ocupa otra mano y por lo cual, depende de tu fuerza en ambas piernas, el sentido del equilibrio y los dedos pulgar e índice con los que te agarras como puedes ante cada enfrenón.
El calor se hace insoportable, las ventanas no abren más de quince centímetros y el techo de la antigua unidad te hace tomar una postura incomoda, parece que quisieras aprenderte de memoria la nuca del de enfrente o extraerle los pensamientos.
Quieres mirar en qué parte de la ciudad estás, pero el espacio no deja ver ni agacharte para comprobar tu dirección, ahí es donde conocer las banquetas o alguna seña particular de la calle resulta un recurso fundamental de supervivencia en el viaje.
Los arrancones casi te desmoronan y quedas prácticamente de puntillas evitando caer encima de alguno de los afortunados con asiento. Pasa un tiempo y el calor parece afectar al chofer de tal manera que no sabe cuántas personas lleva en su unidad, por lo cual le parece bien la idea de subir dos hombres más. ¿Todo cabe en un jarrito sabiéndolo acomodar? ¿Si hemos de caber en el infierno que no quemamos en una destartalada combi?
Algunos asientos se desocupan, pero por tu mañana, doblez e inmovilidad, eres incapaz de llegar hasta uno y sentarte. Además de que te educaron “a la antigua” y piensas que toda mujer debe tener prioridad en materia de posar las nalgas en los sillones, donde el chofer pretende acomodar a más de diez. ¿Qué no sabe que México es país número uno en gordos? ¿Caderas anchas no dejan lugar a más?
De milagro reconoces un edificio cercano a tu destino, tocas el timbre inservible y determinas que es mejor expectorar un “¡Bajan!”. Parece que el chofer es sordo o necesita una reiteración, porque de inmediato contesta ¿Bajan? Aquí, aquí, le dices.
Bajas y te quedas con un intenso olor a metal en las manos y un retortijón de espalda, cuello, cintura y piernas… Tienes que caminar unas calles para llegar a tu destino porque seguro te bajo antes o te bajó después, pero no importa, peor que estar dentro del transporte no puede ser.
– El mejor de los casos –
La combi se detiene, unos cuantos pasos más allá de donde hiciste la parada, porque, la hiciste a la mitad de la cuadra y la señal está, en realidad, donde se paró la unidad. Subes y después de un saludo correspondido hasta por el chofer, te acomodas. Pese a que te tocará parado, las personas ya de pie están distribuidas en el espacio restante de la unidad, lo que te da lugar a tomarte de entre el borde de plástico que sobresale de lo que comienza a ser el techo de la unidad y un tubo que da espacio a los asientos y la cabina del conductor.
El techo, sin embargo, te deja con un reducido espacio que deberás aguantar unos minutos más.
-¿Quieres que te ayude con tus cosas?-, pregunta la gentil voz de una mujer.
Aceptas y agradeces, ya sin el peso de tu maleta, mochila o cosas, puedes sujetarte mejor y viajar más cómodo.
Ya bien posicionado, sacas el dinero y con un tanto de dificultad, pasas la cantidad de siete pesos a quien imaginaste más susceptible para aceptar de buena manera.
-Claro, de uno, ¿cierto?-.
Afirmas con agradecimiento y el chofer agradece el pago del pasaje.
No pasa mucho y la unidad se vacía lo suficiente para que puedas sentarte entre dos mujeres de complexión delgada, claro, un poco apenado por no empujar a una y por no caber bien en el espacio. Agradeces la ayuda de quien te cargó tus cosas y las recoges de los brazos de la amable mujer.
La gente comienza a bajar y tu oportunidad de oro se manifiesta, un lugar en la esquina del transporte, justo al lado de la ventana y de la tan cómoda posición de mirar por la ventana recargado del borde del cristal. Vas disfrutando la vista y el aire que varía según la velocidad del conductor que procura tener cuidado con las personas que permanecen de pie en la unidad.
– Si gustan acomodarse en la parte izquierda, seguro ahí cabe la señora de pie-, invita el conductor y después de reducir la abertura de las piernas unos cuantos hombres, la mujer disfruta de un reducido espacio, descanso al fin.
Pasa un tiempo y miras tu destino cercano, tocas el timbre sin tanto de esfuerzo, el conductor reduce la velocidad, detiene la unidad y te dice que bajes con cuidado, se despide de ti, te desea buen día.
-Gracias, buenas tardes a todos-
Entre una y otra posibilidad de experimentar lados opuestos en nuestro colectivo transporte, sólo media una palabra: el azar.