A bordo del vagón de la desdicha

Por: Adrián Saturnino Bucio Huerta

“Ahí va el tren”, me dice Juan con fachada de hartazgo, mientras voltea calmoso al cielo, cruzado de brazos y piernas, un ojo abierto y otro medio cerrado, muecas de desdén por el ruido, por el país, por la penuria, por el hambre, por todo. Señala a la bestia de acero con su dedo flacucho, saciado de tanta hambruna, cenceño como vara de nardo, pintado de negro quizá por el tizne o la tierra, o el lodo o el carbón, o qué sé yo.

Tren (4)

Curvea levemente sus labios partidos, simulando sonreír. “A mí no me molesta su pitido, porque ya me acostumbré”. Y ya acostado, se acomoda la clavícula y retuerce su espalda cual lombriz; prepara, según él, su cuerpo para una “pequeña siesta”; y tienta su colchón una y otra y otra y otra vez, no vaya a ser del dolor de cuello, de hombros, de deltoides, o de trapecio y espinazo, ¿verdad? …no vaya a ser; hay que tener cuidado con la espalda baja; quiere dormitar cómodo, comodín, lo más que se pueda, en su suave lecho de piedras.

Dulces sueños.

El hambre es canija

Hambre. ¿Te suena? Seguro la has sentido, como yo, como todos. Seguro la has oído en comerciales de chocolates y de barras energéticas que comúnmente, en vez de quitarla, como tanto prometen, la desencadenan furiosamente con la fuerza de mil diablos. Hay quien la define como una sensación de hueco, concebida en los rincones más profundos del estómago humano.

Hace tres días y tres noches que Juan no prueba ni un pequeño bocado de aire. De ahí sus desganadas formas, sus fuerzas nulas. De a ratos le agarra el dolor de garganta, por aquello de los jugos gástricos que no dejan de joder; traga su saliva espesa y pegajosa, la pasea lentamente por el viaducto de la laringe, para asimilar el dolor. Trata de moverse lo menos posible, hay que ahorrar fuerzas.

¿Hambre? Me suena. La he escuchado nombrar en anuncios televisivos del gobierno federal, donde promocionan campañas “contra el hambre”, en las que regalan sopa y arroz y avena y aceite y frijoles; y donan ropa usada y jabones nuevos y no sé cuántos miles de pesos más en despensa; y aseguran, que con eso disminuyen los cincuenta y cinco millones de pobres, de “hambreados” en el país.

Alguna vez oí a uno de estos “beneficiados” que decía estar inconforme: “solamente nos dan despensa, pero no trabajo. Nos regalan comida, pero luego de unos días, otra vez hace falta. Obsequian teles, pero de la tele no se come. Dan el pescado, pero no la caña”.

Oye, Juan.

-Qué-

-¿El gobierno nunca ha venido a ofrecer ayuda a la colonia? Me voltea a ver, deja escapar una silenciosa risa.

-Pus una vez vino Alfonso Martínez, nos dijo que si votábamos por él, y ganaba, nos iba a mejorar la colonia, ¡Y mira, estamos igual! Esa vez llegó acompañado de fotógrafos y reporteros, le tomaban retratos y le escribían notas, y él posaba; incluso los del periódico de aquí atrasito vinieron, nunca nos habían visitado, y eso que los tenemos a un ladito.

A tan sólo una cuadra o poco menos, se encuentran las instalaciones de un periódico de circulación estatal, que inclusive, llega más allá de Michoacán.

Pero, en contra de lo que cualquier definición científica me pueda decir, yo sé que hay otra hambre. Así es. Hay dos. Las he visto, a las dos, de frente, a la cara. Y he sido testigo, de que la segunda es algo más que un simple temblor de tripa.

“Es una sensación distinta”, dice Juan, al tiempo que se retuerce con las escuetas energías que le quedan. “Uno ya no siente el gruñir de la panza, solamente dolor”.

El hambre es canija -recalca antes de volverse a dormir- “el hambre es canija”.

A bordo

Son las doce del mediodía en Morelia, Michoacán. Yo camino por la Avenida Siervo de la Nación, espero mi “combi”, pero no llega. Estoy a un lado de la vía, golpeo el suelo con la punta de mi pie, como si así fuera a llegar más rápido mi transporte; no quiero que pase el tren, como siempre, e interrumpa el tránsito… como siempre.

Tren (3)
Ha pasado tiempo ya, desde que vi por primera vez a Juan, tirado en el granito.

¿Vives en esta colonia?

-Sí.

-¿Y dónde está tu casa?

-¿Mi casa? ¡Ah, sí, mi casa!, estaba por allá.

-¿Estaba?

-Sí, estaba, se cayó hace como un mes, no pude hacer nada; tú sabes que aquí todas las casas son de madera, no todas aguantan los achaques; la mía era un cuartito chiquito. Ahora me estoy quedando con un vecino, pero hace tres días que se fue, no sé a dónde, y dejó cerrado.

-¿Y qué piensas hacer?

-No sé, prefiero no pensar; de todos modos, si trabajo estoy chingado, y si no también, he trabajado desde chiquillo y veme cómo estoy, qué se le va a hacer; mejor me acuesto aquí un rato y ya.

El ferrocarril en Morelia realiza un recorrido de aproximadamente 21 kilómetros. Atraviesa 35 colonias, desde el suroeste hasta el noreste de la ciudad y, desde luego, obstaculiza la vialidad al grado de formarse filas de vehículos de más de quinientos metros.

¡Pim, pim! El tren ya viene. Los automovilistas más osados, como en película del viejo oeste, esas de Hollywood, de vaqueros y pistolas, logran cruzar; pero mi “combi” no logra la hazaña. Me veo condenado a esperar.

El hombre tiene un aspecto inmundo; por momentos desprende un olor a desechos de vaca, perro, y humano, sobre todo de humano, ¡qué incesante pestilencia!, me persigue, penetra los hoyuelos de mi ropa, carcome la humanidad de mi nariz, cercena mis sentidos. Suéter manchado de lodo, botas rotas, uñas corroídas, gorra verde, ya no sé si de mugre; tierra hasta en las orejas.

Juan tiene, a su lado izquierdo, un vaso de vidrio. Me contó que no come desde hace tres días, pero agua, debe de tomar agua cuando menos, ¿no? Aunque la natilla blanca y espesa de sus labios indica lo contrario.

Tren (1)

¿Qué es eso de allá? Parece un hombre. Tirado. A lado de los raíles. Está muy lejos, apenas se distingue como un punto negro, allá en lo recóndito del horizonte. Camino, el balasto tortura las plantas de mis pies, es una roca dura, gruesa y rígida en verdad. A mi lado, se pasean casas de madera, con techos de lona y puertas de lámina, deben ser “paracaidistas”, seguro que sí lo son.

¿Agua?

-Sí claro, acá tengo mi barrica, mira.

Se levanta por vez primera; se dirige hacia una cerca con alambre de púas, se pasa por debajo; camina a un lado de una pequeña “cabaña” (si se le puede decir así) situada debajo de un árbol, construida con hojas secas, es más bien una cueva. Va hacia la parte de atrás: “aquí está mi agua”.

Mete el vaso en una barrica de agua puerca, con erupciones; tiene una combinación de pigmentos negruzcos y verdosos, dice que la sacó de la llave, pero más bien parece del río. Asco en mis retinas, que se sumergen con espanto en la profundidad de la cubeta.

Germina en mí una sensación de vómito. Y a la cueva no me quiero ni asomar…

Allí están. Los veo. A los paracaidistas; con sus casas ladeadas, sus lodazales, sus infinitas carencias, sus animales putrefactos y flacos, enfermedades carísimas, pestilencia mortal, desdicha intrínseca, recursos truncos. Ya van dos o tres veces que me los encuentro; subsisten y sobreviven a base de subempleos …mugrempleos, infraempleos.

¿Y esta cueva?

-Aquí me quedo en las noches.

-¿No pasas frío?

-Pues, en mi mochila tengo unos dos pantalones y unas gorras que me sirven de cobijas.

Me quedo perplejo.

Y para qué describir el interior de la cueva. Si no hay nada. ¿O qué describo? ¿Las heces fecales de perro y vaca, pequeñas, duras, putrefactas y negras distribuidas por el suelo?, ¿la fragancia a orines expedida por la tierra?, ¿las lombrices e insectos, oportunistas, que aguardan silenciosos en busca de comida?, ¿el lodo abundante?, ¿la desdicha materializada?

¿Qué describo? Si de las casas aledañas, desafortunadamente, no se puede recitar un “están mejor”. La vecina de junto vive, en una casa de plástico, con su esposo que trabaja todo el día, con cuatro hijos que se pasean descalzos por la tierra árida. Y el de a lado igual. Y todos los demás también; viven a bordo del vagón de la desdicha llamado México.

Por fin llego, estoy a unos cuantos metros de aquel hombrecillo que vi desde lejos. No se mueve ni un poco. Por momentos, mi mente me hace una mala jugada, pienso: no vaya a ser que este esté muerto.

Mi sospecha desaparece con el movimiento de su brazo y el abrir de sus ojos.

-¿Qué se te ofrece?, me dice.

-Nada, ¿por qué estás acostado en el granito tan duro?

-¿Qué tiene, ya no puedo ni acostarme en el granito?

-No quise decir eso, disculpe usted.

-No te disculpes… ¡oye!, ¿tienes unos tres o cuatro pesos? Necesito un bolillo, mínimo, me muero de hambre.

-¿Cómo te llamas?

-Soy Juan. Mucho gusto…

 

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