Por: Antonio Monter Rodríguez
Uno. Muy al interior de mi somnolencia hiperdipsómana escuché la voz: Flaco… Flaco, despierta… Hey, Flaco, ya amaneció… Flaco… Flaco… Con la sacudida de hombros entreabrí los ojos. Lento. Telón de teatro, polea enmohecida. Vislumbré apenas la silueta que me confería una inexistente delgadez corporal: Flaco… Flaco… Por la mirilla una gabardina negra, un tipo alto, vampírico, extraído del esperpento más melodramático en el cruce resaca abdominal y sed pastosa. Cabello tieso, kilogramo de gel, barba de candado y sonrisa entre orejas para dejar manifiestos unos dientes que se afilaban entre sí como navajas de antiguo peluquero… entre los incisivos una separación ventricular como para tragarse mi desconcierto. Salí del letargo y me erguí como se habrán erguido los homínidos, azorado, estúpido, sin memoria, reset, incoloro, vértigo, vapor, taquicardia… congal de tercera, mirada perdida, débil, infeliz, incierto… estruendo en la cabeza, sed… Entre él y yo una desvencijada mesa de madera.
—Buenos días, Flaco… ¿dormiste bien?
Dos. La Cubana y yo fuimos al Mama Rumba a bailar. Entre Oscar de León y la salsa en vivo, “sé que tu no quieres, que yo a ti te quiera, siempre tú me esquivas de alguna manera…”, Ariadna resolvió la noche en diez dilatados besos y una pronunciamiento irrevocable: No pienso acostarme contigo hoy… “si te busco por aquí, me sales por allá, lo único que yo quiero no me hagas sufrir más, rumberaaa…”
Descorché un litro de vodka y serví dos tragos duros, fuego para aliviar la garganta luego del ladrillazo que bajó por el esófago. Alto. No pasarás. Salud, sonrisa, frase actuada como respuesta, cejas entornadas no pasa nada: no te preocupes mi amor, no vinimos aquí para eso, bailemos hasta que la madrugada nos incinere los pies… “por tu mal comportamiento, te vas a arrepentir, muy caro tendrás que pagar todo mi sufrimiento…”.
De sobra está la descripción de una mujer cuyo apodo caribeño se le adhiere a la piel morena, al cuerpo torneado de caderas amplias y a los rizos en cairel hasta la media espalda donde una breve cintura anuncia un par de promontorios alucinantes… con la cadencia inherente a la música del trópico… perversamente exacta.
Fui al baño y hasta el afanador, como los meseros y algunos otros clientes, se hizo amigo mío: ¿perdón, mire… con todo respeto, ese monumento es suyo?
Sí, es mío y de todos. De todos los que ella quiera… y cuando ella lo desee…
Gracias… me dijo balbuceante, se quedó mirándola con un hilillo de saliva por la comisura izquierda de la boca. Le invité un vodka para el vértigo.
Tres. Me quedaba sed y traía un vuelo que sólo los globos aerostáticos. Perseverar arriba era mi terquedad. Luego de la gorilezca revisión vaya usté a traer pistola, abrí las puertas del Tijuana’S como si no fuera la primera vez, como si mis usos y costumbres fueran normalidad entre aquella fauna clandestina. Caminé por el pasillo con la audacia de un Moisés en el Mar Rojo. Encontré una mesa frente a la pista. Tubo. Festín en turno. Me abordó una rubia que metió su mano entre mis calzones para saludarme enfática.
—Primor, ya te habías tardado.
—Andaba recolectando desaires femeninos para extrañarte.
—¿Qué me invitas?
Su mano disponible condujo mi derecha hasta su abertura. Así de coloquial, como si los buenos amigos… Ni modo de abaratar el trámite con una negativa.
Pide lo que quieras, le dije, a mí pídeme un ron… Y supongo que en algún sorbo me quedé dormido.
Cuatro. Desperté mojado dentro de lo que alguna vez fue un Tsuru. Sin zapatos ni calcetines calcetines, recostado en el asiento trasero y con los pies afuera de la ventanilla… en actitud de saludo al frente a mí Monumento a la Revolución.
Temblorina. Miedo. Ansiedad. Ratas blancas por el piso del auto. Nubes pardas en la mirada y el sol como lápida. Sistema nervioso bicarbonato. Crisis y de las superiores, intensas… escalera al infierno del cielo. Recuerdo infalible. Mil doscientos pesos. El costo de la intensidad, adrenalina por el acantilado. Dos de la tarde. Cantina. Piedra: Tequila/Anís/Fernet. Espasmo. Muerte chiquita que se agiganta. Estremecimiento en extremo. Telefonazo. No te preocupes, yo te los presto. Eduardo es mi tabla de salvación. Voy por el dinero y regreso al congal con la mirada encendida. Columbo enojado. Belascoarán herido. Detective chafa y Seductor sin Patria.
Cinco. Ya despierto me habla de la rubia: la dejaste enamorada, Flaco, qué le diste… Se carcajea. No se quería ir, Flaco, neta, no se quería ir… Pos apoco la tienes muy grande, Flaco… Barba de candado sonríe y escupe al mismo tiempo. Me enseña un papel con cuatro números. Le explico que no traigo efectivo, pero que sí en el banco. Me llevan dos de sus hombres. Olvido mi número confidencial. Intento tres veces, se traga mi tarjeta el cajero automático. De vuelta al Tijuana’S negocio mi reloj y una cadena que llevo en la muñeca. Acepta. Voy por la lana, orita vengo. Me acerca un remedio que me pone otra vez en calidad de franela… Manejo hasta Insurgentes y Reforma… y otra vez me pierdo.
Seis. Salimos en hombros de la catedral de la salsa. Heroicos. Yo más que nadie por el monumento de mujer que me abraza y me prodiga la última confidencia que me martilla los labios. Medalla por absorber un litro de licor polaco y caminar sin desfiguros, sin ruta serpiente en los zapatos… Gracias por la noche, me despide un mesero… me dice que si tuviera dinero pagaría mi cuenta…
La Cubana reitera su negativa noctámbula. —Salimos a bailar, no a coger—. La dejo en su casa. Motor encendido. Camino a las alturas se ven los gavilanes fronterizos.
Epílogo. Cuatro de la tarde, el Tijuana’S está solo. Me pienso el teporocho vespertino. Pido una cerveza y en el fondo una silueta, es preciosa. —Irene, ¿y tú? Vengo a pagar una cuenta. Anoche estuve aquí y me apagaron la luz… Recelo. No, no desconfíes… sólo que… mira, soy alcohólico, sí, bebo, altas cantidades, tú sabes, a veces hasta un océano… mi explicación tropieza… una rubia, dos tragos, me dormí, digo, me durmieron, nunca me pasa… sólo quiero saber… Irene miró hacia los lados y buscó mis ojos:
—Yo no te dije esto ¿entiendes?, pero a veces le ponen alguna medicina a las bebidas…
Guardo silencio diez minutos. Pago, me devuelven mis cosas del empeño y salgo aliviado: Bueno… al menos medicina… sólo eso.