La libertad se huele, se toca, se mira… y juega al basquetbol

Por: Gabriela Serralde López

Son las 12:00 de la tarde. Una de las más famosas estaciones de radio de la ciudad suena desde la camioneta, voces femeninas corean la letra, una que otra carcajada por el ambiente de confianza que se generó desde la salida de la Universidad a la que asisto y una cámara que guarda memorias de un trayecto nuevo.

Ahora, una zona silenciosa cubierta de misterio… echo la mirada atrás y veo las cúpulas de los recintos religiosos, los bloques grisáceos, el color efímero de los semáforos, escucho el lejano bullicio de la gente, el vaivén de motores desgastados, el grito desesperado de cláxones en medio de un embrollo. Estamos a 35 grados centígrados, siento la piel pegajosa y un molesto hormigueo en los pies por la mala postura en la que me encuentro.

El paisaje parece de película: una vista de praderas y postes cableados con pares de tenis colgados, reses huesudas y un viento abrumador, quince minutos más de trayecto, más de lo mismo, hemos perdido la señal de los celulares y aunque confianza entre nosotras existe, los nervios a flor de piel  no se extinguen por completo.

Estamos a salvo, no hay por qué temer, tan sólo es el nerviosismo por pisar terreno desconocido y enfrentarnos a otro equipo, un duelo deportivo sobre el asfalto delincuencial.

Nuestro conductor en espera de las indicaciones del guardia de seguridad, hace unas cuantas maniobras para estacionar la camioneta en un área lejana a la entrada principal, bajamos con premura mientras se nos indica que para permitirnos el acceso al penal, sólo podemos introducir una identificación y agua natural embotellada. Apago la cámara. El lugar está rodeado por una cerca de aproximadamente dos metros de altura, seguimos a un guardia de seguridad que nos guía por un camino empedrado mientras que nuestros pies, crean una melodía cinética producto de nuestro paso al bajar un considerado número de escalones rumbo al primer módulo.

“CE.RE.SO” Lic. David Franco Rodríguez es el letrero que nos da la bienvenida sin preámbulos.

Nuestros uniformes color rojo atraen la mirada de diversos policías, nos hacen esperar por varios minutos en lo que es la antesala y de inmediato detecto un olor putrefacto, no irrita por completo mis fosas nasales pero si logra ser desagradable, en cada extremo del salón se encuentra un baño destinado para mujeres y hombres, un mostrador amplio, estantes llenos de uniformes color naranja, el espacio esta nutrido de bastante luz, hay una puerta de acceso al segundo módulo donde nos dejan pasar de una en una, pero antes nos revisan de pies a cabeza perfectamente; trabajo que realiza un guardia mujer, entre bromas pedimos que se nos pongan los sellos correspondientes en ambos brazos para evitar cualquier incidente.

Al salir del segundo módulo, aunque nos acoge el aire libre se respira un olor a retención, las rejas por todas partes recuerdan a diario, cada paso en falso que cada una de las internas dio y esas decisiones que las llevaron por un mal camino. Un laberinto de mallas altas nos dirigen hacia diversas estaciones para volver a la rutina de los protocolos de seguridad. Preguntan nuestros nombres, hacen un conteo rápido: “una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho” nos indican proseguir y termina el laberinto.

La barda de cemento rodeada de púas me hace sentir como un pájaro enjaulado, una banqueta de asfalto nos indica el camino para llegar a las canchas grises, monótonas, con aros bajos sin sus respectivas redes. Las visualizo a medias, pues justo en el centro está ubicada una capilla con la puerta abierta, parece limpia y luminosa, a un costado esta una estancia infantil con fachada de colores, letras y números, ventanas grandes y en el patio se encuentra la única área verde con juegos infantiles. Estamos a punto de llegar a la cancha cuando vemos a las reas que nos miran con sorpresa; parece que nuestros rostros son demasiado tiernos en comparación con sus miradas y ceños fruncidos.

          –Buenas tardes–, grita una de mis compañeras

–Hola–, en coro nos responde la mayoría

Aunque paso sin mirarlas siento en sus pupilas un revolver apuntando a nuestros cuerpos.

Comenzamos con nuestro calentamiento y ellas toman los balones para practicar algunos encestes. Diez minutos después nos preguntan el número del jersey bien fajado y nos revisan las manos cuidando que las uñas estén cortas, las orejas sin aretes y cuellos sin collares.

–Ellas tienen permitido jugar con uñas largas, traten de darles espacio, no saben jugar, no son bruscas, así que jueguen tranquilas–, nos explicaba un árbitro alto de tez morena.

El choque de manos entre las 10 jugadoras de la cancha era parte de la premisa par un buen juego. En el brinco gané el balón y comenzó un caluroso y nervioso juego. Logramos sacar una ventaja considerable en los primeros dos cuartos, las reas se mostraron tranquilas y reían y fue ahí cuando toda la perspectiva que tenía… cambió.

Sentí el primer golpe en la cara consecuencia de un codazo sin intención por parte de una reclusa, pero sabía que ese dolor no se comparaba con el ver crecer a tú hijo dentro de una prisión, ni de la limitación en cada comida, ni la comezón en la espalda por sentir la sutura después de haberles cortado las alas.

En todo el desarrollo del partido hubo carcajadas y groserías sin pudor y “libertad” de forma irónica. Otras internas llegaron como porra para animar a sus colegas “¡Que sí, que no, como chingados no… arriba delincuencia! Gritaban con entusiasmo.

El duelo finalizó con una victoria para las basquetbolistas de la Universidad de Morelia. Dimos y nos dieron las gracias, los nervios habían desaparecido.

Abandonamos el lugar sin problemas y mientras nos dirigíamos a la camioneta hablé: “No me imagino que tipo de delitos habrán cometido esas mujeres”

Nadie respondió. El silencio ya no causaba misterio, ahora, era abrumador.

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