Fiera infancia: los fantasmas de la secundaria en un click

Por: Antonio Monter Rodríguez

 

Transparente papel me recubre el cuerpo, temblor esquizofrenia, canciones, recuerdos. El tiempo se me aparece en el rostro y me taladra con su grito. Insiste en convencerme de habitar la nada adulta. Y yo le hablo de mi sensibilidad de niño. Se ríe. Soy arena. El viento sopla. Amanecí hoy con la piel esqueleto. Me disuelvo.

I
Llega una alerta de la diabólica red social: Manolita Contumaz del Hoyo quiere ser tu amiga en Facebook. Lo primero que uno piensa: ¿y ésta quién es? Luego: ¿por qué quiere ser mi amiga? Y por último: ¿la acepto? Entonces uno da click en su hipervincular nombre, para ir directo a la página de la Derrochadora de Amistades Cibernéticas y conocer por su perfil (si acaso se encuentra disponible para echarle un vistazo), datos vitales para evaluar si la persona es, o no, meritoria de la pedida amistad: empresa donde trabaja, estudios cursados, creencias religiosas, ideología política, citas favoritas, deportes que practica, gustos por la música, libros, películas, televisión, actividades proclives al ocio y si anda buscando hombres, mujeres o un perro que le ladre. No se diga más. ¿Quiere ser mi amigo? Deje su curriculum junto a examen psicométrico y nosotros le llamamos por teléfono. Ah, y no olvide una fotografía, ración medular para ver si amerita oprimir en ACEPTAR. ¿Cuántas interrelaciones no se fraguan al calor ocular? De la vista nace la ciberpasión, ¿si ver, pasión?

En fin, tres meses atrás volcaba mi ocio into the computer cuando leí: Guadalupe Ordorica quiere ser tu… ¿Ordorica? El apellido vino aparejado de la imagen de una compañera secundariana de rizos indómitos allá por los mil novecientos ochenta y cuatro (año en que U2 estrenó Pride. Rock 101. Idea Musical). Me temblaron las falanges que manipulaban el ratón. Presentí que detrás de ese click alguien habitaría la Casa Resurrección del Pasado Fantasma. Pretérito imperfecto que suponía engullido por los gusanos luego de 27 años proscritos en féretros al Campo Santo Olvido. Entonces sucedieron los inconmensurables oleajes en retro de la Secundaria Diurna No. 78 República del Paraguay. Yo ahí, a medio patio, con mi pantalón príncipe de Gales verde y la camisa blanca, zapatos impecablemente boleados, como debía ser…

Una cámara cinematográfica comenzó a circundar mis 360 grados: la fiera infancia y otros años… los compañeros uno a uno en comparecencia adolescente: mi entrañable amigo Yañez, cabello engominado, devorando su sándwich que invariablemente sabía a jabón; Aguayo, enfático en la defensa de la entonces Yugoslavia como saludable modelo socialista; Arce, con sus rudos espesores verdes por los que leía su precoz poética; Aranda, con los ojos agobiados de llanto ante la exterminadora calificación de nueve: “mi mamá quiere puro diez y me va a regañar”; Castellanos, con su arrebatadora sonrisa y el mestizaje sonoro con la “ch” producto de los braquets; Montserrat… oh, con sus muslos roble, blanquecinos, plantados bajo su tenaz minifalda; Tapia y su andar flemático, rostro de Jean Reno, primer humano en prestarme un libro de la colección Dungeons and Dragons; Castillo Badillo y su fervor religioso que compartí hasta mi juvenil amorío con Darwin, Marx y Carl Sagan; Ramírez y su invisible armamento letal, confirmación silenciosa de la teoría: las flatulencias sonoras nunca huelen; Cerrilla, y su tic entre nariz y ojos, pateando mi portafolios como antecedente prehistórico del éxito popular: mi gusto es, y quién me lo quitará…; Lucatero, irreverente velociraptor incapaz de permanecer diez minutos sentado; Almaguer y sus Ray Ban originales “no me los vayan a romper que después no tienen para pagarlos”; Vudoyra terrorista y sus bombas de humo con las que alguna vez invadió el laboratorio de Química; Valdivia y su inalterable peinado finiquito de la fresitud listón blanco; Ricardo Lara, ilustre por la sempiterna paradoja que hasta hoy se desliza entre lo infame y lo glorioso: me bajó la novia y me inició en The Cure; y obvio, la inmarcesible Fátima, de quien en algún escondrijo de la casa materna atesoro todavía una carta de esas que se pulsaban a puño y letra, sentida, iluminada por el comienzo de un amor que duraría apenas unas cuantas semanas, y que sin embargo, conservaría en mí, el sabor lúcido de los primeros rasgueos en las cuerdas del corazón… cursi tal vez para quien ha hecho de los acantilados amatorios un cementerio de promesas y, sin embargo, parafraseando a Galileo, se mueve y me acalambra.

Y luego, los apodo: el Yuca, el Pato, el Chango, el Dinosaurio, el Chocotorro, el Pedorro, el Carcelero… los primeros escarceos con el alcohol y los cigarros mientras los papás “open mind” desaparecían al cine y prestaban la casa tres horas para la tardeada; los juegos al mismo tiempo lujuriosos como inofensivos (y hasta crueles, para los vedados de participar por irremediablemente feos): la botella, que después de girar y girar y girar formalizaba los roles de víctima y victimario, ya fuera para una pregunta escandalosa (¿hasta dónde has metido la mano en un faje?), o para condena sibilina de acentos carnales: “Juno, en castigo dale a Sol un beso en la boca”, y Juno tragará paletadas de arena de los desiertos cuando escuché la humillante frase de los labios de Sol: “Si el castigo es para él, no para mí”.

Y en el culmen del vendaval, la madeja siniestra de nuestras dos guerras mundiales:
Uno, la explosión en San Juan Ixhuatepec que nos dejó impávidos y con la neurosis tal vez imaginaria, tal vez real, de los “daños colaterales”: Alberto, Ramón, Ulises… vivían allá y jamás se les volvió a ver por la escuela. Los compañeros imaginarios calcinados entre las llamas rascacielos. El asombro y el miedo se montaban en las tercas sirenas de las ambulancias, procesión de rescate. A unos pasos del portal escolar, la clínica y el hospital más cercanos al siniestro.
Y Dos: el péndulo trepidatorio 7:19 de la mañana del 19 de septiembre y retiemble en sus centros la tierra… Terror. Miradas rotas. Escuela cuarteada, inhabitable, inservible. Despojos. Furia contra los edificios desgarrados. Un año entero habitamos en salones de lámina. Hacinados. Sesenta párvulos escalonados en paralelo entre el calor abusivo y el sopor de algunas insufribles clases. La formalidad estudiantil de la que tengo recuerdos vagos, breve aprendizaje en el vaivén de la Química a la Historia y de la Biología a las Matemáticas…

II
Después de ese sincopado baile de espectros infantiles donde mi excompañeros secundarianos venían hasta mí con sus exactas latitudes ochenteras, con sus peinados manos de mamá o en plena fugacidad hacia la rebeldía con sus miradas firmes-ya en algún instante fotográfico: en el tomar distancia por tiempos uno dos tres… en el fraseo ciña oh patria tus hijos te juran que lunes tras lunes intentaba anclarnos al patriotismo súbito… en el olvido de la bata para la clase de Biología o de la extravagante calculadora científica para dominar los algebraicos designios del Baldor… en el frenesí del surf con tablaportafoliosamsonite escaleras abajo (si en ese tiempo hubieran sonado Lost Acapulco o Los Esquizitos)… en los pasillos de aquella maravillosa correccional de menores donde los “Prefectos” hacían las veces de custodios o de cómplices, según el caso, el humor o el individuo… en la fuga por el patio trasero previa lucha cuerpo a cuerpo con un mítico borrego cimarrón citadino ya como nosotros por habitar en un defeño lote baldío, con escasez de romanticismo e intolerante a las pintas, obvio, sin permiso madre, padre o tutor… en el gimnasio, donde los honores se debatían pulsando una pelota contra el piso para luego atinarle al medio de una metálica circunferencia y sopesar los ánimos del héroe basquetbolero, aplausos, suspiros… en los baños, donde por primera vez el tabaco o donde Michel besaba masculinos miembros por dos, tres, cinco, diez pesos… ráfagas de inocente crueldad… memorias desatadas sin pudor, sin fuero, sin recato… de verdad hay cosas que nadie se atrevería a nombrar…

Después de ese sincopado baile de espectros infantiles, la voz tesitura casi todos detenidos en la edad farinelli… voz martillo… voz acuartelada todavía ante las innumerables posibilidades por venir… ¿porvenir? Nudos en la garganta que aprendían la nomenclatura de las cosas… cabrón, wey, pendejo, el lenguaje montaraz resuelto a patentar una adolescencia adulta… por eso el cigarro y el alcohol para distanciarse de la noñería y de la bobez, aunque no fuera más que una máscara resistencia para evitar lo inevitable: crecer… y por el contrario detener el tiempo en las bocanadas prohibidas de los trece años, en los imaginarios besos no trazados a la boca del ser amado o acaso en las primeras lenguas explorativas de otras lenguas y de otras dentaduras y de otros alientos frescos, impolutos, recién estrenados… alientos que llegaban hasta mi oído pero no para la seducción o la propuesta ardorosa y bullanguera, no, los trazos guturales que concurren hasta mis orejas en retrospectiva, son gritos con seudónimo: Monter, Yuca, Cabezón, Señor Cabeza, Mare, Bosho… el inclemente y despiadado rocío de apodos por alguna condición que sólo explicarían los análisis genoma generacional calentura-óvulo-espermatozoide-padre-madre-enero-de-1972. Acotación en defensa propia: Mi cabeza es grande y así lo demuestran las gorras y los sombreros; pero desde siempre, mi corporeidad y estatura han complementado la lógica de los tamaños en sentido justo de la proporción, he revisado fotografías de mi niñez y exijo ante el Supremo Tribunal de la historia (así, con h minúscula), que sea reconsiderado el sureño apelativo maquinado entre el criminoso escuadrón Aviña Morales Vudoyra, por no existir pruebas suficientes de herencia Olmeca alguna… Fin del paréntesis que alega justicia y deja en paz a las enormes cabezas en algún museo de Veracruz.

Después de ese sincopado baile de espectros infantiles, y de leer que Guadalupe Ordorica solicitaba mi amistad en la red social, recordé la fecha infausta de un catorce de febrero o diciembre quizá en cercanas navidades (mi memoria no tiene registro de calores o fríos). Nosotros, mi grupo, el 112 o 122 o 132 en el patio para un macabro intercambio. Macabro porque yo, en uso pleno de mis facultades (para entonces el disco no estaba tan rayado), no compré nada para regalarle a quien justo ahora llamaba a mi domicilio cibernético, con las ganas amplificadas de reconocernos por lo que fuimos y no. En sepia: El lúgubre Monter con un plumón punto fino en la mano que seguro se habrá mercado de algún olvidado cajón de su recámara, caminando hasta Guadalupe para completar la vileza: “toma, me tocaste tú…” Y Ordorica, con la bondad dibujada en el rostro bajo su ampona cabellera ensortijada, lejos de proferir un bien ganado insulto por tamaña grosería, sólo dijo “gracias, bueno, peor es nada…”. Fiera infancia. Retratos de un ayer difuminado, estigmatizado, estereotipado, inflamado, alabado… ado… A D O, como aquellos camiones famosos por la canción del Tri y en los que tanto me gustaba viajar largos trayectos. Fiera infancia. En alguno de esos autobuses me hubiera gustado subir para darle la vuelta a este cortejo de la memoria y evitar toparme con ese que fui y que ya no soy o que sigo siendo. A ese que odié por introvertido, miedoso, con poco arrojo para todo.
Para mí, la secundaria fue un periodo de incógnitas mal resueltas, escombro, guiños, anclas nunca levantadas ni cerillos para quemar las naves… Y frente a la fotografía de grupo me río y me duele, me alegro y me enfado, me pienso y me estorbo, pero sin eso que fui, así fuera vil despojo… sí, claro, no sería este salsero que soy, siempre con el bisturí para la disección, para enseñar las tripas, las carcajadas que alcanzan los intestinos cuando se miran muy serios, muy analíticos, muy críticos… frente al espejo del recuerdo.
Oprimí “aceptar” a la amistad de Ordorica… se filtró entonces un remolino de sentimientos y reflexiones…

III
Si recordar es volver a poner en el corazón, imposible no relacionar los estados de mi actual neurosis con la inesperada manifestación del enjundioso pasado. Volver a transitar los pasillos de la Secundaria No. 78 República del Paraguay, amerita desenmarañar el polvorín de sentimientos contradictorios, servirse una copa y apoltronarse en el sillón frente a un espejo por psicólogo. Memoria atrás. Retrospectiva.
Mi mamá poniéndome los calcetines a las seis y media de la mañana, primer indicio para los deberes, abandonar el suculento sueño y desperezarse. Intento fallido universal. Mi condición genética es la pereza matutina. No pertenece a mi memoria ocasión alguna en la que el despertador estuviera intrínsecamente ligado a mi alegría. La jovialidad, lucidez y el afán por la existencia cotidiana se inauguran en mis sebáceas glándulas por ahí de las doce del día, antes no, y alcanzan su periodo máximo a partir de las ocho o nueve de la noche. Culmen creativo noctámbulo. Por ello la universidad y el posgrado por las tardes y las tareas y el estudio siempre por la madrugada. Ergo, odio la secundaria por tempranera.
Primera clase del día, 7:30 horas. El viejo Castañón de 70 años enseña a sus pupilos la orografía de la tierra. El profesor es alto, enjuto, muy canoso, voz cansada, diminuta, insufrible, apenas si los de primera fila escuchan y entienden. El ruido de los automotores provenientes de la calle lo dejan en calidad de gesticulador, maestro mimo. Levanta la mano, me señala. Venga. Trata de usted a los chavales uniformados. Me pide que lea mi tarea frente al grupo. No puedo. Olvidé mi cuaderno en casa, le explico. Castañón incrédulo baja la mirada y comienza su letal letanía: “Mire usted, señor Monter, le voy a pedir que cuando vaya de regreso a su casa al salir de la escuela, pase por la carnicería y le pida al carnicero que le venda medio kilo de acordadera”. Risas que, para mí, significaron dardos. Flechas que retumbaron como campanadas en mi abultada vergüenza juvenil. Me tomaba muy en serio. Quedaba en mí el sinsabor, una sensación de piltrafa humana exhibida ante los otros cincuenta y tantos como yo… ¿Cuánto costó liberarme de esos miedos para traducirlos en asomos de extroversión o incluso en disfrutable cinismo? ¿Cuándo se colapsó la timidez y el pánico? ¿Habrá sido de ayuda el truculento libro “Tus zonas erróneas” que me obligaron a leer en la preparatoria?
A Francisco Aguayo quise copiarle hasta las maneras de expresión. La sonrisa extraordinaria, franca, sincera, muy suya. Su intelecto capaz de racionalizar el comunismo, la lectura de Marx, de obtener los jugos vitales de la Historia y las Matemáticas, la Biología, la Química, pitorrearse de las clases de civismo y las fórmulas rancias de observar el mundo. No era de los matados ni de los ñoños ni de los desmadrosos ni pasados de lanza, pero sí una mezcla de todos. Aprehendía el mundo sin mayor alboroto ni alardes de intelectualidad. Podía tener los mejores promedios, jugar futbol, rifarse la vida en el mundo real. Vivía a una cuadra de mi casa. Sus padres, de esos que para los ochenta del siglo pasado eran ejemplo por liberales o condenados al cadalso por “excesivamente modernos”. Herencia del 68, quizá. Lo dejaban mirar películas donde aparecían mujeres desnudas que luego nos narraba a detalle en los recreos. Le pedía sus cuadernos y copiaba de ellos hasta la caligrafía. Podía fotocopiar sus apuntes como amanuense, pero los exámenes demostraban que yo no pasaba de ser un paria académico. Mi 8.3 final tal vez no sea tan infame, sin embargo lleva la sospecha de lo ajeno.
Revisé la lista de talleres. Imposible que en una escuela federal se promuevan manifestaciones artísticas en la ruta formativa del adolescente, predestinado a la técnica en un país que sólo ofrece la posibilidad de obrero. Electricidad, dibujo técnico, corte y confección, cocina y otros tantos. Sólo un compañero generacional se atrevió romper con la carga moral y de género y cursar los métodos para combinar la sal y la pimienta con verduras y carnes. Yo en cambio, me suicidé. Elegí estructuras metálicas. Las herramientas y los fierros nunca serán lo mío. Los aborrezco, apenas si en mi casa lo necesariamente básico: martillo y destornillador. Prefiero la cinta diurex como maravilloso invento reparador de objetos. Padecí con los electrodos y las soldaduras. Además de un maestro que por castigo nos jalaba las patillas hasta doblarnos del dolor, ya fuera por soldar sin careta o no llevar los materiales para el macetero o la mesa tubular. Creo que alguna vez Vudoyra o Lucatero le respondieron con un certero gancho a los testículos. Rocha nomás se dobló y nunca nos volvió a tocar cabello alguno.

Fotografías. Instantáneas en el olvido que se montaron en el frenesí de la red social y hoy me asustan por su condición ajuste de cuentas. De la secundaria he escrito largos relatos, de mis compañeros, sus rostros, sus voces, sus apodos, sus manías, los he atiborrado de suposiciones, estereotipos, amores, pasiones, incandescencias… incluso los he sometido a la hoguera… a veces con nombre y apellido propio, otras sin nombrarlos decididamente.

Me pensaba impune: los años transitados, habitar en Morelia, distancias y espacios que uno cree insalvables, ¿cuándo leerá ELLA, esto que escribo para aminorar mis fantasmas y recordar sus blanquísimos muslos? ¿Cuándo sabrá ÉL lo mucho que aprecié su amistad y las ocasiones en que traicioné su confianza para echarle el perro a su hermana menor? Según yo, nunca. Pero ahora que han aparecido, mis dudas se extienden en abanico. Estos reencuentros vía facebook… ¿no son acaso contra natura? No es la normalidad el olvido… ¿Prefiero al Arce poeta de anteojos voluminosos o al ingeniero Martínez con lentes de contacto…? ¿A la rubia Patricia de ingenuos y nacientes encantos o la madre de dos hijos perfectamente casada que ya ni en algún candoroso texto sería posibilidad?
¿Parte de la ensoñación de eso que fuimos experimenta pérdidas cuando mostramos lo que ahora somos y en lo que nos hemos convertido?

Mis dudas, habré de averiguarlo

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