Un recorrido por el vecindario de la esperanza, el campamento afuera del hospital infantil

Por: Adrián Saturnino Bucio Huerta

Juro por Tenis y Astrea, por Penia y Panacea, juro por todos los dioses y todas las diosas habidas y por haber que, el pernoctar durante días, en una casa de campaña, sin alimento alguno (más que el donado por la caridad y, de repente, el que compran de vez en cuando), sin recursos visibles ni aparentes, junto a pastizales y árboles,  polvo y tierra, lodo y ramas, animales y arbustos, y en medio del frío más helado del año, es de las condiciones más indignas en las que se puede velar por la salud de un niño.

¿Lavadero o bebedero?

Hemos paseado nuestro ojo varias veces, detenidamente, entre las casas de acampar. Las vemos una y otra vez, ahí, estáticas. Miramos su relieve suave, que se arruga con el soplar del viento. Están formadas en hilera, en línea recta; de lejos, el campamento da la finta de ser un gusano enorme, que recorre, empotrado en el pasto, su camino bajo la sombra de los árboles, frente al Hospital Infantil de Morelia.

Las casas albergan personas, que esperan, inquietas, día y noche, una respuesta de los médicos, un diagnóstico, una medicina, una consulta, una visita… una cura. La mayoría vienen de lugares lejanos, donde “no hay los servicios médicos necesarios para aliviar al niño”. Algunos se van cada fin de semana a sus lugares de origen; otros, no tienen tanta suerte, “nooo, pus si me voy no me alcanza, el pasaje está recaro”, dice una señora.

Hace diez minutos que caminamos junto al campamento. El álgido clima rasguea nuestros huesos y los enfría, nos hace apretar la garganta, nos entumece hasta la nariz. Yo soplo contra mi mano: inhalo, exhalo, inhalo, exhalo, emito un vapor caliente y húmedo que, en cuestión de segundos, según yo, deberá irrumpir en mi palma y repeler el frío.

“A veces nos donan cobijas, pero no todos alcanzamos, los que llegan primero, se amontonan y se las quedan, y si no pus ya no agarraste”, nos comenta la señora Araceli; le teje adornos florales a una servilleta, dice que viene de Coeneo y, aunque yo me empecino, basado en lo poco que alcanzo a ver del interior de su “hogar”, en decirle que ella no tiene tantas cobijas como los demás, la mujer insiste en lo contrario.

-¿Pa qué voy a mentir?, si sí me han dado cobijas.

-Pero, ¿no siente frío en las noches?

-No, ya no. Ya no se siente tanto como en los primeros días.

Miro y vuelvo a mirar por el resquicio de la puerta, adentro mi vi sta en la tienda, no veo nada de cobijas, sólo cartones amontonados.

-¿Cuántos viven en la tienda?

-Pus ahorita somos mi hijo, mi nietecito y yo.

-¿Y ahorita dónde está su hijo?

-Está adentro, con el niño, de visita. Es que ahorita es la hora de las visitas.

-¿Cuánto tiempo llevan viviendo aquí?

-Ya llevamos más de un mes aquí.

Veo, de reojo, una cuerda que emana de un palo y, sobre ella, reposan unos calcetines probablemente mojados. “Namás los puros calcetines le lavo al muchacho, porque ya no dejan tender ropa. Antes poníamos unos lasitos amarrados a los árboles, pero ya no nos dejan que porque se ven feos”.

Por más que busco, no encuentro algún lugar cercano en donde alguien pueda lavar su ropa.

-La lavamos en el pocito que está por allá, por el arbolito, donde está más verdecito el pasto -Lo que dice a continuación, no lo logro escuchar en el momento, sino hasta después, cuando reviso la grabación:

– También de ahí sacamos la agua… pa beber.

Me estremezco, agrando los ojos como naranjas, al oír la reproducción. No es posible. No es posible.

Vista de vuelta al juguete

Nos despedimos de doña Araceli. Un hombre alto, de tez morena y barba larga, canas en el cabello, arrugas en la frente, y cuerpo delgado; cuelga sobre un árbol, justo arriba de un altar, un cuadro con la figura de “La Preciosa Sangre de Cristo” de Quiroga. Nosotros ya habíamos visto el altar antes, cuando llegamos, pero sin el cuadro. “Luego nos lo roban”, nos dijo la señora Marta, cuando preguntamos en aquella ocasión:

-¿Y quién se los podría robar?

-Pues los vagabundos que luego andan por ahí. Tenemos que estar al pendiente, siempre, sobre todo por las noches. Hacemos guardia para cuidar nuestras cosas, a veces me toca a mí, a veces a mi vecino, y así nos vamos turnando.

-¿Y si pueden dormir?

-No. Tenemos que estar atentos, porque a veces sale el policía y lanza un grito: “Fulano de tal, cama tal”; nos avisa si falta alguna medicina para los niños, o si se ocupa algo.

A su lado, se sienta un infante, de nombre Luis Ángel, tiene la ropa sucia y sostiene, en su mano izquierda, un singular juguete. “Este me lo trajeron los Reyes Magos. Llegaron aquí, y nos dieron juguetes a todos los niños”, dice mientras bosqueja una sonrisa en su semblante, deja entrever sus dientes que, casi se le salen de alegría.

Luis Ángel, no mayor de nueve años, originario de Zamora, no se cansa de juguetear por el campamento con los juguetes que los Reyes Magos le trajeron. Vive con su madre, en la casa de campaña número veintiséis. Nos presume, una y otra vez, una bocina de “spiderman” que sostiene, con enjundia, y no suelta por nada del mundo. Travesea con una niña que afirma, hace tiempo que no va a la escuela.

-Es mejor estar aquí que en la escuela.

-¿Por qué?, le pregunto.

-Porque aquí puedo jugar y peinar a mis muñecas.

Sostiene una muñeca, que por alguna razón extraña y desconocida, tiene cercenados sus dos pies.

-Uno debe de sacar permisos de la escuela, para tenerlos acá. Pero esta niña no tiene nada, debería estar estudiando. Dice Doña Marta.

-¡No! -la ataja la niña- ¡la escuela no es divertida!

Luis Ángel se pierde de la conversación, por estar atento a su juguete, no le quita el ojo de encima, es feliz con él.

-¿Y cada cuándo se van a Zamora?, pregunto.

-Cada fin de semana nos vamos. Pero ora no nos iremos.

-¿Por qué?

-Porque tienen que operar a mi niño el sábado.

La vista de Luis Ángel se pierde. Para en seco la interacción con la bocina.

-¿Qué es lo que tiene?

-Me duelen mis pies, mucho. Nos dice el pequeño.

-Pero diles qué es lo que tienes, hijo. Anda, diles.

No nos quiere decir, su vista sigue extraviada en el vacío.

-Tiene cáncer. Dice la señora, con la cara presa de preocupación.

Un, dos, tres, cuatro, vista de vuelta al juguete…

¿En qué platito me encuentro?

Increíblemente, aquí los “domicilios” se enumeran en platitos desechables, de poliestireno expandido, que cuelgan del “techo”.

Es el platito número veinticinco. La tienda no supera los tres metros cuadrados (creo que ni los dos) de ancho, y el metro y medio de alto. Pero, a pesar del diminuto espacio, la señora “residente” de la casa, vive con sus cuatro hijos y su marido. ¿Te das cuenta? Seis personas. ¡Seis! Se escucha un “¡ira pueeees!”, es uno de los pequeños, se queja, furibundo; le acaban de rociar agua en sus zapatos. “Pues quítate, ¿qué no ves que voy a barrer?”

-¿Para qué es el agua?

-Es para el polvo, para que cuando barramos, no vuele la tierra. Me responde la mamá, está recargada sobre el tronco de un árbol.

Una de las hijas mayores, salpica agua alrededor, humedece la tierra.

-¿Han pensado en quedarse en un albergue?

-Sí. Antes nos quedábamos en uno, pero se nos fue acabando el dinero, y tuvimos que quedarnos aquí.

-¿Y dónde se bañan?

La hija que barre, me voltea a ver. Sostiene una sonrisa sarcástica que, sin decir nada, me lo dice todo. Empieza a barrer con más fuerza, saca tierra hasta de donde no.

-Hace ocho días que no nos bañamos -comenta la señora- mi esposo ha ido a las duchas públicas, pero todos nosotros no.

-¿Y su marido? ¿Dónde está?

-Le fue a dar una vuelta a la niña.

Todavía es la hora de visitas.

-¿Qué es lo que tiene la niña?

Tose unos segundos, antes de contestarme, como si le raspara la faringe.

-Le operaron su cabeza. Me decían que era un tumor… pero gracias a Dios, solamente era una bolsa de agua que se le formó.

Y ahí, donde el polvo levita gustoso y se adueña, posesivo, de la atmósfera; donde los niños corren y brincan y ruedan y juegan con el gusto que les brinda la infancia; donde no se distingue entre una tienda de acampar y una casa; y donde la indecencia llega al límite, en que los bebederos son lavaderos, y los lavaderos, bebederos; nosotros nos retiramos, mientras ellos regresan a sus tiendas, a sus casas de campaña, al vecindario de la espera… de la esperanza.

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