Rojo Sumiso

Por: Luis Manuel Jara

Tenía los ojos rojos. No sé de qué tipo de rojo les hablo. No era rojo venganza ni rojo marihuana. Era un rojo de lástima, un rojo de dolor. Nunca ha venido a mi casa si no es para desahogarse. Nunca le pregunto de qué ni la invito a hacerlo, ella lo hace sola.

Prendo un cigarrillo. Montana, porque la vida de hijo de papá se acabó. Fumo. La miro ver sus manos sobre sus rodillas. Fumo. La miro tirar sus manos a sus costados y tirarse en mi sillón sin dignarse a verme, sin dignarse a verse. Pelo negro, corto, cubre sus cejas y una buena parte de sus ojos, el rímel corriendo cual lágrima y sus labios despintados por lamerlos constantemente. Fumo.

Me harto de verla y me levanto. Preparo un café mientras el humo del cigarro molesta mis ojos y yo finjo que no lo hace. De pronto grita. Un grito de cansancio. Me espanta.

-¡Cállate! Casi tiro las cosas. Si vienes a hablar, habla.

-Con la cara en la tierra. Algún día cambiara.

-Mientras cambia, no grites que tiro las cosas.

Levanta la cara y veo sus pómulos rojos. Un poco de sangre pinta sus labios y yo tontamente creo que es labial. Tiene rasguños en su cara. Tiro el cigarro, me detengo sobre la barra en la cocina y la miro.

-¿Qué me ves?

-¿A qué vienes, cara golpeada?

-Idiota. No duele. ¿Quieres ver qué duele? –Se levanta la camisa y un moretón del tamaño del anillo de bodas que presume en su dedo anular- Esto es diferente. Aquí es más doloroso.

-No vengas a hacer que me sienta mal por ti. Cuéntame o no, no me gusta ver lo que ya se.

Me lanza mi cajetilla de cigarros. Por suerte no había nada más a la mano que pudiera hacer daño.

-¡Hey! Carajo… siempre lo mismo.

-¿Sabes por qué fue? Por una pequeña broma –ríe-, ¿qué ya no se puede decir que lo vas a dejar porque no compró la cena? Habiendo tantos motivos para dejarlo y por eso decide volverse loco.

La historia era muy simple. Se arreglaba para salir. Con amigos. Sólo a la estúpida esposa de un homo habilis se le ocurre tener amigos, y peor aún, hacérselo a saber ha dicho homo. Ciertamente la mujer esta tiene unos pechos bastante agradables tanto a la vista como al tacto (quiero suponer), una cintura por la que no llegas a temer que se parta en dos y unas piernas decoradas por el brillo de su piel… bueno no debería fijarme tanto. Hacía uno que otro comentario sobre el tiempo que tenía sin ver a sus amigos. “Estoy muy emocionada» por ver a no sé quién, “espero no tomar mucho, no quiero que nadie me traiga a casa”. Mientras esto ocurría, el esposo se quita la camisa, se ve en el espejo, y ve algo que todos hemos visto alguna vez. A un hombre en camiseta. Se ve fuerte, se ve molesto. Su esposa –la que todos saben que es demasiado guapa para él- pretende emborracharse con los hombres de su juventud. Su ceja poblada baja un poco más. Su piel morena no encaja con la piel blanca de los abogaduchos esos con los que estudió su esposa. Su billetera que pretende ser un billete de veinte pesos lo hace enojar aún más. Su esposa seguía hablando. Pendeja. Su corazón le calentaba las orejas y eso no le gustaba. Se quita el pantalón. Mezclilla oscura. Un poco rasgada. Sus puños se cierran, y la mujer hablando. No estuve ahí pero casi podría asegurar que el homo ni se enteró de qué dijo la mujer. “Voy a cenar algo para que no se me suba”. Sale del cuarto. “No compraste la cena ¿verdad? Sí sé esto. Se paró, la giró y una cachetada precisa. La esposa cae y el homo la jala del cabello.

-¡Cierra la boca! –le dijo. Empujó su cara contra el suelo- ¿Qué tan imbécil me crees?

El llanto empezó a sonar. Para su desgracia, cuando eres una abogada tan vendida como ella, te puedes dar el lujo de comprar una casa grande donde a nadie le importa qué hagas.

Nunca he entendido el placer de someter a alguien. Igual en las luchas de UFC pasa eso, se caen al suelo y a golpear mientras la cabeza rebota entre el puño y la lona. Bueno, me desvío. Con su pie la hizo girar y descargo desde su 1.68 metros de altura un puñetazo al estómago. Se levantó y fue hacia la estufa. Con sus brazos sostuvo su cuerpo inclinado hacia ella. Cabizbajo. La mujer se paró, iba a abrazarlo para calmarlo. Iba a abrazarlo para calmarlo, ahora yo río. El homo gira entre los brazos de su sumisa mujer y con una débil izquierda le propina un último golpe que provoca la decoración de su labio rojizo.

Ya en el suelo decide salir. Supuestamente para no volver. Sé que no se quedará aquí. No porque no pueda, si no por que volverá. Así es ella. Le gusta maquillarse con cicatrices de la vida supongo yo. Mientras tanto, como por tercera vez que me cuenta estas cosas, se tomó mis cervezas. Enserio, desde que no me dan dinero no me alcanza para muchas. 5 cigarrillos, que bueno esos nunca los he negado a nadie y una taza de café.

Voy al baño. Parece que le gusta el misterio porque como por tercera vez, se va sin despedir.

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