El nuevo niño Fidencio

COLUMNA BURLESQUE

 

Por: Antonio Monter Rodríguez

 

Bebo para olvidar que soy un borracho

 Antoine De Saint Exupery (Sí, el que escribió El Principito)

 

 

Existen variadas formas de sacudirse una cruda del cuerpo. No siempre con los mejores resultados ni la rapidez que uno precisaría para restablecer la dualidad cuerpo y espíritu. Si uno anda acalambrado por el exceso alcohólico de la noche anterior, seguro la sed y el intenso dolor de cabeza son la mínima referencia de la enfermedad tipificada en el Diccionario de la Real Academia de la Perenne Dipsomanía, como Resaca.

Ahí anda uno, sonámbulo, ojos gachos, olisqueando vida en cada centímetro. Con la certidumbre extraviada, flamígero, cargado de angustia y desazón, electrizado desde la médula craneal hasta el talón de Aquiles donde retumba el peso del aniquilamiento. Énfasis carbónico donde ya ni los lamentos caben, aunque nuestro contravenir verbal nos amarre en el juramento del teporocho idílico: “no lo vuelvo a hacer”.

La repetición es constante y allá va el malandrín, a la reiteración vaso por vaso, tequila por tequila, ron por ron, ginebra por ginebra, wisqui por wisqui, etcétera por etcétera, carta de brebajes a la medida del tinaco o la bodega del sediento. Compuertas que se abren para llenar la cantimplora, salud, de aquí soy, por ellas aunque mal paguen, la fiesta, la fuga, el deleite corporal, el baile, el frenesí alcoholero, el amor imposible, el sí te quiero, eres mi mejor amigo, compadrazgo a la mortecina luz que irradia el vaso, el Ave María, hablar con Dios o con el Diablo, atreverse, extroversión sin par, desatadas las hadas desde los seis o los cuarenta grados gay lussac.

Baile, música, zapateado, aquelarre. Que las brujas nos agarren confesados. Materia dispuesta, alto guataje para el marinero ajetreo noctámbulo. Objetos voladores y alucinante conversación con el otro yo, con la otra tú, con la tú y el yo que ya entramaron conversación bucal, beso del buen samaritano, registro incipiente para un delirio sexo-sabroso de alta acumulación etílica. Rico, ricura, néctar asimilado en el torrente, sangre con niveles de añejamiento. Bombeo, felicidad, asistencia, asistidos, levantados y luego en el fondo del mar.

Despierto. Despiertas. Anotas la palabra cruda con focos neón y espectaculares campaña publicitaria. Ni los lentes oscuros disimulan el rompecabezas línea roja que se cristalizó en tus ojos. Arde, el mundo arde. Es una bola de fuego y tú traes a Belcebú arañando tus intestinos. Depositando fogones alebrestados de lava. Incandescente es el Reino ya sin Sueños.

Intentas con arte dramático: agua, cerveza, mineralizada con limón y sal, antiácido, michelada, menudo, rezas, pides perdón, te abandonas a tu suerte. Dependerá el organismo, la edad, la resistencia, los genes, vaya usté a saber si la calidad de lo bebido o la cantidad de lo suministrado. Hay cuerpos que recuperan la vertical, lo individuos, de inmediato les retornan siglos de civilización, con un suerito y un caldo. Maldices aquellos suertudos que ya sueltan otra vez las risotadas y hasta chapeados, cachetes nutrido otra vez de felicidad y a ti te cuesta la refriega más que un tirito a puño abierto con algún campeón mundial.

Que si el Bull, la Sangría, el Clamato, el Blody mary, la Piedra… Remedios para el fajador de alta escuela, para curar lesiones de tercer, cuarto, quinto grado y la primaria completa. Medicina controlada por los Clérigos con callos en las manos y las dosis precisas de saber.

Fue así que en algún maremoto interno, caí por suerte en un hospital llamado La Imperial. El lugar es lo de menos, pequeño, simple, sin rasgos de Fuerte Heroico.

En la barra un hombre fornido, cabellera blanca, bonachón, sonriente y con mano sabia de curandero experto. Mezcló lo necesario. Hizo lo suyo. Trago frazada. Comenzó un breve monólogo sobre la electricidad que uno trae por dentro. La cruda vuelve al hombre piedra, dijo o lo inventé mientras lo miraba hacer una a una sus pócimas. Hay que recubrir el estómago. Tequila, anís, fernet, cubitos microscópicos de hielo…

“Una vez me trajeron a una señora engarrotada, no podía ni agarrar el vaso con la mano, le tuve que dar de beber con un popote, poco a poco se fue sintiendo mejor, aliviándose, le regresaron las piernas y los brazos, cuando salió de aquí estaba sonriente, hasta me quería besar”.

Como sentenciaría el añejo comercial de un brandy funesto: “el que sabe, sabe”. Y Don Jorge, sabe y bien. Alcohólico auto redimido que conoce el abecedario completo de la sintomatología borracheril. ¿Qué necesita el beodo? Nada más con mirarlo acierta en el diagnóstico. Entonces receta la dosis eficaz, siempre acompañada de camaradería, bondadosa charla y suculenta botana propia de un frondoso manjar: quesadillas de papa, caldo de camarón, caldo tlalpeño, tacos de chicharrón, tacos dorados y demás registros nutricionales que Don Jorge sirve como si el familiar más cercano, el padre, el abuelo, y uno entiende a la señora que pretendía besarlo en señal de agradecimiento. Se desvive, pues, en la atención. Le sobra talento, mágico mezclador y baluarte culinario.

Doctor desde las 12 del día hasta las ocho de la noche. Paciente espera con la bonhomía ensanchada, sapiencia a toda prueba, bendito entre los que, lo mismo subirán al cielo a curar las resacas angelicales que descenderán a los infiernos a redimensionar las pócimas del desenfreno.

Entre la más feroz resaca y la bienvenida al nuevo festejo, Don Jorge es el Gentleman, el Gurú, el Curandero, el Oráculo que determinará el porvenir de tus desaforadas andanzas.

Cuando estés muriendo, sólo ponte enfrente de este nuevo niño Fidencio.

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