Camino al Dorado, o la miseria antes de la opulencia

Por: Esbeyda León y Adrián Bucio.

Es la avenida Amalia Solórzano de Cárdenas. Libramiento que conecta la carreta a Atécuaro con la avenida Juan Pablo II. Por estos rumbos se promociona la “Nueva Morelia”, esa de lujos y calidad de vida de primer mundo. Pero, antes de llegar a esos fraccionamientos para ricos y millonarios que exigen seguridad privada, rejas, candados y altas bardas con cámaras de vigilancia, hay una franja de viviendas que hieren el concepto que se intenta vender en la publicidad: son casuchas de madera donde habita la marginación, la falta de recursos y la sobrevivencia es un miembro más de las familias que viven por debajo, muy debajo, de cualquier consideración humana.

Las casas son muy pequeñas. Es difícil saber dónde empieza una y dónde termina la otra. Los terrenos se delimitan con despojos de distintos materiales: troncos, maderos, tubos, las más innovadoras presumen telas muy minimalistas o plásticos y palos. Entre las casas se exhiben las prendas de los moradores, hay tendederos colmados de ropa mojada recién lavada. Incluso hay viviendas donde las prendas cuelgan de las puertas, bardas, triplays y hasta en los tinacos.

Aquí no hay espectaculares inmensos con retratos de “gente bonita” para anunciar Sears o Sanborns, aquí hay tablas clavadas entre los terregales que anuncian vulcanizadoras y carpinterías. Aquí no hay ostentosos, verdes y despampanantes campos de golf, aquí hay empedrados polvorientos y baldíos donde dos rocas simulan ser porterías de futbol.

Aquí las personas no salen a correr con perros limpios y de pelo corto, aquí la gente convive con animales sucios, pulgosos y esqueléticos. Uno camina y camina y to es igual, la miseria es homogénea, a tal grado que no hay nombres en las calles -¿hay calles?- y mucho menos números para identificar los domicilios. Las casas se ubican por lotes y manzanas.

¿A quién le agradecemos tanta miseria?

Es la manzana dos, lote uno. Una lona de gran formato cubre gran parte de la casa, es parte del techo y lleva impresa la leyenda: La colonia Brisas del Sur está con el movimiento antorchista”. Tocamos los troncos de la puerta y en el umbral aparece una señora con un bolillo en la mano a medio morder. Le preguntamos por lo que dice la manta.

—No pues el movimiento antorchista es una unión –nos dice– es un movimiento que estamos haciendo todos los vecinos para evitar que nos quiten los terrenos.

—¿Es usted de aquí?

No

—¿Y por qué se vino a vivir aquí?

Pues porque en donde yo vivía ya no tenía para la renta. Ya no tenía trabajo y mi dinero se me iba. Aquí aunque mi casa sea de madera, pues es mía. Y si el gobierno nos la quita, entonces no sé qué vamos a hacer.

—¿Cuentan con servicios de agua, luz, gas y drenaje?

Gas si tenemos. La luz nos la robamos de los postes. Agua tenemos de vez en cuando. Y el drenaje apenas lo estamos haciendo –señala a unos hombres que estaban cavando.

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Mi acompañante y yo giramos la mirada hacia estos hombres y nos dirigimos donde ellos. Eran aproximadamente seis. Todo de intensa tez morena. Portan sombreros y gorras en sus cabezas por aquello del fulminante sol. Sostienen palas, espátulas y picos. Construyen una especie de camino que serpentea en la tierra para conectar con todos los hogares. Pero, si el drenaje apenas lo construyen ¿dónde hacen sus necesidades? Un señor deja de cavar y nos responde.

Pues ahorita por lo pronto nuestro baño está por acá. Si quieren se les enseño.

El hombre se llama Agustín y nos guía por la árida colonia. Caminamos unos cuantos minutos y por fin llegamos. Agustín se acomoda el sombrero, camina hacia donde reposa una tabla de triplay grande. La destapa. Pronto, un tufo golpea brutalmente nuestras fosas nasales. El olor es asfixiante y quema. Un par de lágrimas delata nuestro aturdimiento. Debajo de la tabla aparece un agujero donde reposan lo mismo orines que heces fecales. Escarabajos peloteros, insectos voladores, gusanos y por supuesto, moscas, cientos de moscas, visitan de cerca el socavón.

Agustín no se inmuta, está acostumbrado. Aguantamos la respiración. Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis. ¡Seis míseros segundos! Seis segundos era lo más que se podía aguantar antes de que la peste volviera a noquear la nariz de Esbeyda y la mía.

Tengo cinco años viviendo aquí. Me instalé en este lugar porque mi esposa y yo nos divorciamos y ella se quedó con la casa.

—¿Y por qué se divorciaron?

Pues por lo mismo de que no hay dinero. Los políticos nos prometen mucho pero no hacen nada. Por eso hay tanta separación. Por eso la gente roba. ¿Pues cómo no van a robar? Aquí las personas roban porque no tienen para comer. No tienen para vestir. Todos vivimos al día. Todos vivimos bien modestamente, si quieres les enseño mi casita para que vean como vive uno.

Agustín cerró la fosa fecal y nos condujo a su casa, una propiedad que, a diferencia de otras, tiene lo que podría interpretarse como un micro-patio en la entrada. Sin embargo, una lámina finge ser la puerta principal. El interior es lo más que pequeño. Basta con dar cuatro pasos medianos para toparte con los muros de madera para cualquiera de los cuatro puntos cardinales. Allí se encuentra su cama. Es un colchón que reposa sobre algunas tablas sostenidas por cuatro barricas. Condición deplorable para un ser humano. El resto es desorden. Madera por un lado, papeles por otro. Láminas y más láminas. Barricas y más barricas.

Así como vez, así he vivido desde que llegué aquí. A veces uno quisiera tener dinero para comprar más cositas, comprar maderita o tener su bañito. Y el dinero que uno gana, se le gasta pagando estos terrenos. Porque ni creas que nos los regalan he. Los vamos pagando poco a poco. ¡Y luego nos ponen lonas diciendo que le agradecemos a Peña Nieto! Nosotros no tenemos por qué agradecerle nada.

Al comienzo de la referida avenida Amalia Solórzano cuelga una lona gigantesca que dice: Le agradecemos a Enrique Peña Nieto presidente de la República por darnos los recursos económicos para la terminación de esta obra tan necesaria.

Nos despedimos del señor Agustín y salimos de su casa.

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Seguimos rondando por el lugar. Nos detenemos donde una señora lava ropa debajo de un techo construido con trapos. Es la señora Peralta, mujer que tiene tres años viviendo allí.

Mi esposo es albañil, gana como 120 pesos diarios.

—¿Cuántas personas viven en la casa?

Ahorita estamos yo, mi marido, mi mamá que ya está grande y mis cuatro niños.

—¿Cuál es su rutina diaria?

Pues yo me levanto como a las 7, le hago de comer a mis niños y a mi marido. Él se va a trabajar y llega hasta la tarde. Los niños estudian en una primaria de por aquí. Yo aquí como con mi mamá. Y ya en la tardecita nos vamos por agua al río de aquí abajo para bañarnos a cubetazos.

La versión de la señora Peralta parece repetirse en otros dos o tres hogares, detalles más, detalles menos. Sembradíos pequeños para autoconsumo, niños desnutridos, basura que adorna el suelo. Pobreza a fin de cuentas.

La gente se despide amablemente de nosotros. Evacuamos el lugar y caminamos por la carretera. Miramos colonias idénticas. Como si fueran clones. Miseria, miseria y más miseria. Después de caminar 15 minutos por la avenida Solórzano, la pobreza se corta de tajo para dar pie a los fraccionamientos monumentales y extravagantes. La frontera tiene un anuncio que dice mucho del radical cambio de escenario: Tec. de Monterrey.

Obvio, lo que describimos en esta crónica no es “la Nueva Morelia”, pero si es una de las realidades de Morelia.

No es el Dorado, solamente es el camino a él y allí, donde ya se anuncia con sus grandes edificios y centros comerciales, mi compañera y yo emprendemos la retirada.

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